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7.28.2008

Los cafés de Buenos Aires 1


Estos lugares tan sensibles al cariño porteño nacieron de dos corrientes: la primera, generada en el proceso de transculturación europea; se inicia con aquellos viejos y primitivos cafés frecuentados por españoles y criollos, allá por el año 1764; la segunda, de realización más compleja, será el producto del vaivén social en el que juegan valores regionales con instancias más ligadas a la tierra. Se supone que no existe inconveniente en comprender que surgieron como resultado del proceso de la colonización española que trajo sus típicas costumbres de la península.

Primero aparecerá la taberna o la fonda y por último el café, donde el diálogo con pares ayuda a sobrellevar la soledad en América y la añoranza por Europa.

Para Federico Oberti, los cafés no fueron simples pulperías de concurrencia elegante, ni debe asimilarse la función del café con la de la pulpería. Dice: “Cuando se fue acentuando el progreso de la aldea, las pulperías huyeron hacia los barrios, convertidas ahora en esquinas, en boliches o en almacencitos de mala muerte (revista La Chacra).

Es decir, la pulpería deviene en el conocido almacén, que realizaba una actividad comercial más compleja, de allí se pasará a la denominación Almacén y Bar, para finalmente constituirse en el
café del barrio.

Una curiosidad:

Los españoles trajeron junto con el café, las chocolaterías y el juego de villar (en aquella época, billar se escribía con v).

7.12.2008

Calles con nombres de mujeres



Durante años, muchos años, tuve a cargo grupos de alumnos en escuelas, a quienes les daba clases de Lengua y de Ciencias Sociales. Esta última área, en muchos casos, puede resultar tediosa para niños que tienen entre 12 ó 13 años. Recordar acontecimientos, fechas y nombres de nuestra historia sin una real motivación, la mayoría de las veces resulta un trabajo casi nulo. Después de haber probado con varios métodos, para que no solo a los niños les quedara fijado el contenido sino también gustasen de conocer más, cada vez que hablábamos de algún personaje o acontecimiento histórico, en seguida lo referenciaba con la calle de la Ciudad de Buenos Aires que llevaba su nombre. Era muy común en ese instante que los niños asociaran el lugar, ya que seguramente, si tal vez no conocían propiamente la calle, sí los barrios donde estas estaban y que ellos en algún momento habían transitado. De esta forma, al asociar un lugar familiar con Historia, el camino se allanaba de manera sorprendente.


De hecho, el nombre de las calles de las ciudades no han sido puestos sin alguna razón, la gran mayoría de estos corresponde al de algún personaje famoso, algún acontecimiento histórico o recuerdan lugares geográficos de importancia para nuestra comunidad. Pero… este artículo sobre las calles que llevan nombre de mujeres me sorprendió.


Creo que puede dejarnos pensando.


Las mujeres de las calles

Solo 30 de las 2200 arterias porteñas llevan nombre de mujer. Las más difíciles.


“El porteño no es caminador y no le interesa nuestra ciudad, tampoco se entera del significado del nombre de la calle en que vive y no le importa que la cambien o no”. Así reflexionaba el doctor Florencio Escardó en su libro Geografía de Buenos Aires, en 1964. ¿Sería realmente así, por entonces? Y, en tal caso, ¿seguirá siendo así? Cualquiera sea la respuesta, lo cierto es que los nombres de los espacios públicos son parte del acervo cultural y del lenguaje de una ciudad.


Las calles con nombres de mujeres son una treintena entre dos millares. Aquí mencionaremos veinte de ellas, cuyos nombres tal vez intriguen a residentes y vistantes de nuestra Capital Federal.


Butteler. Es una callecita en forma de X que recuerda a una mujer. Se trata de Azucena Butteler, que en 1919 hizo edificar, en un terreno de su propiedad, un conjunto de viviendas populares (Avenida La Plata y Cobo).


Concepción Arenal. Socióloga y ensayista gallega (1820 – 1893). Visitadora general de prisiones de mujeres, su obra tiene como fundamento la reforma social.

Juana Azurduy. Heroína boliviana (1718 – 1862). Esposa de Manuel Asencio Padilla, a quien acompañó en la lucha por la independencia del Alto Perú. A la muerte de aquel, y siendo madre de varios niños, continuó la lucha sola y fue nombrada teniente coronel por su valentía. Manuel Belgrano le legó su sable.

María Cabrera. Mujer de la alta sociedad porteña que integró, con Mercedes de La Sala y Riglos y Mariquita Sánchez de Thompson, la Sociedad de Beneficencia fundada por Rivadavia en 1823.

Rosalía de Castro. Poeta y escritora gallega (1837 – 1885). En su obra se entrecruzan el romanticismo, la denuncia social y la nostalgia por su tierra natal.

Infanta Isabel de Borbón. Representante de España en las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo, en 1910.

Elena Larroque de Roffo. Benefactora, colaboradora y esposa del médico Ángel Roffo (1883 – 1924). Creó la Escuela de nurses, primera del mundo en oncología; fundó la Liga Argentina de la Lucha contra el Cáncer (LALCEC).

Gregoria Matorras. Madre del general José de San Martín.

Patricias Argentinas. Por las mujeres que en marzo de 1612 donaron al ejército patriota los fusiles comprados en Norteamérica por Martín Thompson. Proclamaron: “Se dirá un día que yo armé el brazo de este valiente que aseguró su patria y nuestra libertad”. Sus nombres: Tomasa de Quintana, Remedios de Escalada, Carmen Quintanilla, Mariquita Sánchez, Isabel de Agüero, Patricia Cárdenas, Rufina de Horma, María de Andonaegui, Ramona Esquidel, Ángela Castelli y Magadalena de Castro.

Manuela Pedraza (La Tucumana). Esposa de un cabo que durante las invasiones inglesas abatió a un soldado enemigo. Liniers la nombró alférez.

Pola (Policarpo Salvatierra). Heroína colombiana nacida en 1792 y fusilada en 1817 por no delatar a los patriotas; su novio era oficial del ejército independetista.

María Remedios del Valle. Mulata que actuó en el Alto Perú junto con su esposo y sus dos hijos, que murieron en la lucha. Herida en seis ocasiones, obtuvo el grado de sargento mayor.

Juana María Gorriti. Maestra y escritora salteña (1819 – 1892). Formó parte de una familia comprometida en la batalla por la Independencia y, luego, en las guerras civiles; reivindicó los derechos de la mujer.

Rosario Vera Peñaloza. Educadora y escritora (1873 – 1950). Realizó una valiosa labor de difusión del magisterio y en la formación de docentes.

Alicia Moreau de Justo. Médica y política, dirigente del Partido Socialista (1885 – 1985). Esposa de Juan B. Justo, fundador del PS y primer traductor de El Capital al castellano. Impulsora de la democracia y de los derechos políticos y sociales de la mujer.

Azucena Villaflor. Fundadora y primera presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo en la demanda por la aparición con vida de su hijo y demás víctimas del terrorismo de Estado; desaparecido desde 1977.

Regina Paccini de Alvear. Cantante lírica italiana, esposa del presidente Marcelo T. de Alvear. Promotora del teatro y el arte lírico. Fundó la Casa del Teatro.

Macacha Güemes. Hermana del general Martín de Güemes (1767 – 1866). Puso su habilidad política al servicio de la lucha de aquel en los momentos más difíciles. Luego de la muerte de su hermano, en 1821, siguió participando en los sucesos de las provincias.

Juana Manso. Maestra, pedagoga y escritora argentina (1819 – 1875). Al regresar del exilio, en 1853, y a instancias de Sarmiento, fue delegada directora de la primera escuela mixta del país. Allí experimentó nuevos métodos educacionales e incorporó el aprendizaje de idiomas extranjeros, lo que levantó gran resistencia y produjo su renuncia en 1865.

Por Humberto J. Gallo.

7.03.2008

Supersticiones del Río de la Plata 2


Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 2)
Fragmentos del libro de Daniel Granada: Supersticiones del Río de la Plata.
Capítulo Cuarto

El hombre, en los albores de la vida, supone inmediatamente enlazados a inteligencia y poderes superiores e invisibles los hechos y fenómenos que en el orden físico se cumplen, a virtud de las fuerzas de la naturaleza que los forman, respondiendo a leyes que, establecidas por la mente suprema, rigen el movimiento y equilibrio del universo. Todos creen (los indios) que las fuerzas y el bien son el cielo, decía Cristóbal Colón, desde las Antillas, en carta a Luis Santángel. El soberbio guaicurú, avasallador de las naciones circunvecinas, en el Chaco, salía denodadamente al encuentro de las tormentas, regidas por los demonios, a quienes creía vencer y abatir, obligándolos a sepultarse de nuevo en la negra mansión de los abismos que los vomitara. Diversas generaciones guaraníes alejaban las pestes y otras calamidades con algazara y con el canto, acompañado este del ruidoso sonido del baracá (mbaracá, calabaza con chinas dentro). Las tribus de la región patagónica procedían de la misma manera. Los pampas, cuando advertían los síntomas de alguna enfermedad o les amenazaba algún peligro, se armaban de todas sus armas (lanzas, bolas, cuchillos, garrotes, lo que había en las manos), montaban a caballo, y, prorrumpiendo en gritos desaforados, arremetían contra el invisible enemigo y no dejaban de asestar golpes al aire hasta que se persuadían haberle echado de sus toldos.

[…]

Hay notoria identidad entre las fuerzas de la naturaleza y las inteligencias que imaginó el hombre primitivo. Estas inteligencias o agentes invisibles, por lo general son antropomorfos. Mas a veces tienen la forma de cualquiera otro ser animado de la naturaleza. Así, por ejemplo, añanga, que era el diablo de los guaraníes, tenía para algunas generaciones la forma de un insecto (ayacuá o añacuá, diablo ternezuelo), que hacía tanto daño en las mieses, y, lo que es más grave, en el cuerpo del hombre, como los terribles microbios que diezman las poblaciones, especialmente si han salido de las bocas del Ganges, del Nilo o del Misisipí.

El P. José Guevara, tratando de los lules, que eran indios salvajes moradores del Chaco, dice del ayacuá que era un gorgojo del campo, que, aparte de otras diabluras, se entretenía en mortificar al hombre, introduciendo en su cuerpo diversos elementos de destrucción que le causaban el dolor y la muerte. Iba este diablillo armado, a lo indio, de arco y flechas.

Mas el ayacuá de los lules no es, en substancia, otra cosa que el añacuá de las demás generaciones guaraníes (a cuya raza seguramente pertenecieron aquellos). Su figura de gorgojo del campo, ¿qué es sino una de la infinitas transformaciones que ha sabido tomar y toma el diablo de los indígenas todos del Nuevo Mundo, por su índole y condiciones idéntico al espíritu maligno de los cristianos, que todas las regiones del globo tiene invalidadas y contaminadas? Ayacuá, añacuá y añangá son formas varias de un mismo vocablo. Añanga decimos, castellanizada la voz. La lengua castellana, del propio modo que la portuguesa, a la postre convierte en llamas las voces agudas que asimila. Por eso también los brasileños dicen comúnmente añanga, sin perjuicio de pronunciar, cuando les place, añangá. Vivas aún, bien que moribundas, subsisten en parte de la Argentina (Corrientes, Misiones), en el Paraguay y en el Brasil las lenguas guaraní y tupí, una y otra originarias del mismo tronco y solo diferenciadas entre sí por accidentes análogos a los que distinguen la portuguesa de la castellana. Las dificultades que ofrece el penetrar bien el sentido de las palabras en boca de gente bárbara, ha impedido a los misioneros (que eran los que regularmente averiguaban estas cosas) juntar datos precisos que sirviesen para determinar la naturaleza y cualidades o atributos de las divinidades indígenas. Añanga, gualicho, zopay significan respectivamente el maligno espíritu de los, araucanos (incluso los pampas) y peruanos. Añacuá o ayacuá es un diablillo, un diablo diminuto e imperceptible entre los guaraníes, que para algunas generaciones ha tomado la forma de un gorgojo del campo. Añangapitanga es otra manera del diablo, el diablo colorado (pitang) o ardiente, por la similitud del rojo y de la llama.

La idea de un viviente diminuto e imperceptible (de un microbio) productor de enfermedades en el hombre y en los animales, sin duda ha sido general entre los bárbaros del continente americano. Tal era, a lo menos, la imaginación reinante entre los indios de las regiones comprendidas entre el Plata y el Orinoco, entre los del Chaco, de la Pampa, de la Patagonia, de Arauco, de la Tierra del Fuego. El gualicho de los pampas se halla en las aguas pútridas de los pantanos u otros receptáculos, como las desembocaduras de los grandes ríos que forman deltas, en las frutas nocivas, en las yerbas venenosas, en las emanaciones deletéreas de toda índole, en los cerrados bosques sin ventilación, en el aire que respiramos viciado por cualquier causa accidental, en el cráter de los volcanes, en donde se aglomera mucha gente, en torno de ranchos y de taperas, en los árboles secos y vetustos que ha aislado la suerte, cual si de ellos huyese la vida. Introducido en el vientre, le hace doler; introducido en las piernas, las paraliza; introducido en los ojos, los ciega; en los oídos, los ensordece; en la lengua, priva del habla. Los pampas y los charrúas, embadurnados con grasa de yegua o de ñandú y amontonados bajo un toldo, hombres, mujeres, chicos y grandes, perros y gatos, comían y dormían entre un infinito mundo de microbios; ni sus narices advertían lo más mínimo que pudiese desagradar, ni habría modo de hacerles entender (si uno se lo propusiese) el significado de la palabra ‘nauseabundo’. La catinga (hediondez, peste), para ellos, era algo parecido a la fragancia del azahar o del nardo. Las madres acomodaban a los recién nacidos en una armazón de tablitas de caña tacuara, marradas con tientos a dos listones paralelos. Por uno de los extremos los listones formaban ángulo, terminando en punta, a fin de que, clavada en tierra la armazón, quedasen libre y pendientes los muslos y piernas de la criatura, afianzada solamente desde la cintura hasta los hombros y espaldas. De ese modo las madres podían ocuparse en sus faenas. (…) Cuando los indios se ponían en marcha, las madres echaban a la espalda la susodicha armazón, y la presión continua que hacía en el fondo de ella la parte posterior del cráneo, daba por resultado que a la larga se les aplastase. De ahí que el indio pampa tenga achatada la parte posterior de la cabeza. Pues bien; tan luego como la criatura podía andar y sostenerse, prendían fuego a la armazón que le sirviera de cuna. El objeto de la quemazón no era otro que destruir o matar el gualicho, como si dijéramos los millones de millones de microbios. (…) Si no destruían el gualicho del que el mueble quedaba infestado, creían firmemente que hijo y madre habían de ser víctimas de enfermedades y desgracias inevitables. Les acarreaba el desprecio y aborrecimiento de los demás, quedando condenados a vivir eternamente perseguidos y maltratados, como si estuviesen contaminados por el demonio.

[…]

Una de las enfermedades que más estragos ha hecho entre los indios ha sido la viruela; pavorosa deidad de la muerte, que dejaba sin hijos a las madres, cuando no arrastraba a todos a su lúgubre mansión, dejando desiertas las tolderías. Si (lo que era muy frecuente) había en los toldos alguna cautiva, al momento le achacaban la desgracia. —¡Cristiana echando gualichu!— gritaban con furia infernal; y la infeliz moría martirizada. Huecuvú o Huecufú era Luzbel o Satanás que, suscitado por el cristiano, enviaba al indio los agentes del mal.

[…]

Estos seres malditos cumplían, en virtud de su propia maldad, una función terrible que, sin quererlo, obstaba al quebrantamiento de las leyes del orden moral. (…) Quien faltaba al deber sagrado de la limosna estaba expuesto a las venganzas de Huecuvú, que en este caso hacen estremecer. “Jamás Calvaíñ, porque Huecuvú tiene emisarios que disfrazados de pobres piden limosnas, y si se les desprecia o niega algo se vengan en las criaturas dándoles oñapué (veneno), para hacer derramar lágrimas a sus padres”.

[…]

El lenguaje rioplatense ha castellanizado diversos vocablos quichuas, araucano-pampas, guaraníes y africanos. Su uso importa a la mayor precisión de las ideas. Esta y aquella voz que en castellano corresponden a diablo, por ejemplo, expresan ideas análogas, pero no idénticas. Por tanto, cuando se hable del diablo de los pampas, cumple decir gualicho, y cuando se hable del diablo de los guaraníes, añanga, etc.

La abundancia de voces para expresar una misma idea, sin que alguna diferencia, aunque no sea sino modal, la diversifique, no arguye propiamente riqueza ni menos perfección de lenguaje. La riqueza y perfección consisten realmente en que a ninguna cosa del mundo físico o del moral les falte expresión breve, clara y eufónica, por cuyo medio propone comunicar. La concurrencia de términos homólogos en una lengua puede tener causas diversas. Unas son meramente accidentales; y entre estas se cuenta la asimilación innecesaria de voces exóticas, como sucede cuando, teniendo en la propia lengua nombre adecuado una cosa, se hace uso del que lleva en un idioma extraño. Esto, que en general procede de la ignorancia, es un mal. Pero a veces la concurrencia de términos homólogos dimana de los orígenes diversos que tiene la cosa que representan. La idea de brujería, de hechizo, del diablo, hallárase expresada, según los casos, ora con las palabras propias de nuestra lengua: diablo, hechizo, brujería; ora con la voz pampa castellanizada gualicho; ora con las guaraníes añanga y payé; ora con la quichua huacanque o guacanque; ora con la africana mandinga. Los nombres castellanos se usan necesariamente en el lenguaje culto. En estilo familiar, y sobre todo entre la gente del campo, suele decirse gualicho, añanga, payé, guacanque, mandinga.

Gualicho, payé y mandinga expresan los tres conceptos de diablo, brujería, hechizo. Payé significa, además, hechicero. Añanga equivale a genio del mal, aunque algunas de sus acciones no tengan precisamente por objeto dañar al hombre y a los animales, o alterar el orden de la naturaleza. Mandinga es, más propiamente que diablo, duende. Su residencia ordinaria es el hogar. Huacanque o guacanque representa en general la idea de brujería; mas, en particular, equivale propiamente a talismán o encanto. El que es afortunado en el amor, en el juego, en los combates, con seguridad tiene guacanque. Guacanque o huacanque son, por ejemplo, las plumas del caburé que lleva consigo aquel a quien no hay mujer que le desaire.

[…]