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8.28.2008

Supersticiones del Río de la Plata (3)

Capítulo V. Médicos indios

Los médicos, entre las sociedades salvajes, han sido siempre los hechiceros, como que, para ellas, toda dolencia humana, lejos de proceder de causas naturales que por medios idénticos pudiese ser combatida, no es sino cosa de brujería, que solo podrá deshacerse por personas que de una manera o de otra tengan comunicación o pacto con el diablo o genio del mal. El hechicero reunía al mismo tiempo la cualidad de adivino y el oficio de sacerdote. Los piaches, de mucha fama en las regiones que baña el Orinoco, eran a la vez sacerdotes, adivinos y hechiceros. Para infundirse el espíritu de entusiasmo o de inspiración que necesitaban en las ocasiones más arduas, internábanse en los arcabucos o montes de mayor espesura, y con clamorosos alaridos y gesticulaciones estrambóticas y espantables, invocaban al demonio, que acudía a sus ruegos, asistiéndoles en el trance que motivaba el llamamiento. Contando ya con el auxilio del demonio, metíanse en oscuros bohíos o chozas diputadas para oratorios. Allí, a fuer de oráculos, absolvían las consultas que se les dirigían, y sus consejos o decisiones eran aceptadas como un fallo inapelable.

En la propia forma, ni más ni menos, procedían los magos o adivinos y hechiceros de todas las generaciones que ocupaban el Nuevo Mundo. Los del Río de la Plata, metidos en lo más recóndito de un monte, donde se hallaba la chozuela que les servía de templo o locutorio, enardeciendo su espíritu con abundantes libaciones de chicha, vociferando o brincando y haciendo visajes y contorsiones como un hombre que está fuera de sí, entre los bramidos del tigre y otros gritos aterradores de diversos animales, dirigían sus reverenciadas alocuciones al pueblo, que los escuchaba estupefacto. Eran árbitros del bien y del mal, de la vida y de la muerte, de la fuerza de los elementos; hacían bramar y enfurecerse las fieras, desencadenarse las tempestades, alterarse los mares, crecer o secarse los ríos y lagunas, inundar las tierras. Referían puntualmente lo que estaba pasando en lugares remotos y encantaban a una persona de modo que no le era posible moverse, comer, dormir, hablar ni estar tranquila sin que ellos se lo mandasen. Observaban, para merecer el don de la magia, rigidísimos ayunos y mortificábanse con acerbas penitencias corporales, absteniéndose entretanto de todo género de baños o lavatorios. Vivían desnudos y solitarios en lugares lóbregos, fríos, apartados. No probaban otro alimento que el maíz tostado y el ardiente ají o pimienta. Andaban desgreñados, largas las uñas, macerado el cuerpo, causando horror a las gentes, hasta que, desfallecido y enajenados, recibían de la divinidad, que invocaban con sumo recogimiento y fervor, la privilegiada facultad de hacer cosas estupendas o milagros. Como se ve, las prácticas de estos magos no se diferenciaban de las que observaron los discípulos de Zoroastro, de las que siguen los fakires o santones en el continente asiático, de las que prohijara la Grecia y Egipto, de las que extendiera en la península la dominación arábiga. [...]

[...]Los magos que la conquista halló en América tenían no pocos rasgos de semejanza con los que acompañaron a los nuevos pobladores. Los magos advenedizos, como que se encontraron con hermanos de oficio, tomaron de ellos cuanto les pareció convenir a sus designios. Por eso se advierte en los ensalmos y hechizos y en las ceremonias de los magos criollos mucho de indígena mezclado con lo tradición oriental y europea.

Los aborígenes del Misisipi usaban los propios medios de curar que los del Orinoco, del Amazonas y del Plata. Todos curaban, más o menos, de la misma manera: imponiendo y pasando las manos a guisa de magnetizadores, soplando, sajando y chupando, operaciones que ejecutaban los curanderos mágicos o sacerdotes. [...]

[...]Las causas del dolor o de la muerte eran análogas en todas partes. Ni el dolor ni la muerte procedían de causas naturales. El genio del mal introducía en el cuerpo del individuo a quien quería hacer sufrir o matar, instrumentos punzantes, cortantes o roedores, o seres vivientes, que producían el dolor y la muerte. A veces las causas del dolor son invisibles, pero tienen siempre el mismo origen. Un mago o hechicero, que tenía comunicación con el genio del mal, a quien invocaba en ocasiones graves para ejercer su ministerio, extraía con la boca o echaba afuera con las manos las causas materiales o invisible de los padecimientos humanos. [...]

[...]El modo más constante, casi el modo ordinario que tenían los indígenas de curar las enfermedades en todo el continente americano, ha sido la succión mañosamente ejercida por hechiceros (sus médicos) a fin de extraer por su medio las causas materiales del dolor: un insecto, un gusano, una astillita, una espina. [...] En el lugar donde se hallaba, o donde creían que se hallaba la dolencia, chupaban. Para facilitar la extracción o salida de las causas del mal, solían también, antes de proceder a la succión, sajar la piel en el punto en que debían efectuarla. Los chupadores o sajadores aparecen en las tolderías del guaraní, del chaqueño, del pampa, del patagonés, del fueguino, del araucano. [...]

[...]Lo ordinario será que el diablo dañe al hombre, introduciendo en su cuerpo instrumentos punzantes, cortantes y desgarradores, o seres animados, que destruyan su organismo; un dardo o una flecha diminuta, un hueso, una espina, una pedrezuela, una astilla, un gusano, un insecto voraz y repugnante. Algunos diablillos, como el ayacuá, que era un gorgojo del campo, estaban armados de arco y flechas con los que asestaban certeros y fáciles tiros a las personas que elegían por víctimas. Cuando esto no bastaba, enfurecidos, se abalanzaban al paciente, mordiéndolo y arañándolo con tal saña, que dejaban clavadas las uñas y dientes. De los pampas, hechiceros que tenían pacto con sus respectivos añanga y gualicho, aparentasen sacar de la boca, después de la succión, los gusanos, insectos, astillitas, flechillas, uñitas, espinas, huesecillos o dientecitos que el enfermo tenía en el cuerpo.

Un historiador moderno, tomando como resultado la observación de las causas y de los defectos en el orden natural las prácticas engañosas de los hechiceros, ha llegado a suponer cierto género de conocimientos terapéuticos en los aborígenes de Uruguay. Pondera las dotes culminantes de la raza que poblaba las comarcas uruguayas, de la que hace un retrato moral muy hermoso. Con tal motivo asevera que los indios a que se alude conocían el uso de la ventosa: chupaban con fuerza la parte dolorida del cuerpo, hasta conseguir la inflamación cutánea. De donde resulta que la chupadura tenía por fin hacer afluir los humores de la superficie al cuerpo, o bien efectuar una revulsión, como sucede con las ventosas que aplica la medicina. Tal idea supondría, con efecto, en los charrúas bastante buen criterio y algún estudio de la naturaleza. Pero lo que hacían los charrúas, como todas las demás parcialidades del Río de la Plata era aparentar que extraían del cuerpo del paciente el maleficio que había introducido añanga o gualicho; para lo cual los médicos o hechiceros (machíes, payés), que en realidad de verdad eran unos grandes bellacos, llevaban disimuladamente en la boca, debajo de la lengua, como queda indicado, los gusanos, espinas y farsas al enfermo y circunstantes. Chupaban con fuerza precisamente para hacer creer que trabajaban con afán por extraer el objeto o ser maléfico introducido por el diablo en el cuerpo del paciente, donde se había prendido, digámoslo así, con uñas y dientes. Uno de estos médicos dejó tuerta a la mujer del cacique Lincón, de tanto chuparle un ojo que tenía inflamado. [...]

[...]Supone asimismo el historiador impugnado que las mujeres de los indios iban a parir al río, inducidas de una idea que tuvieran formada acerca de los beneficios del agua, que aplicaban, junto con las fricciones, como método terapéutico, a todas las enfermedades en ambos sexos. [...]

[...]El modo de parir de las charrúas hanlo tenido, no solamente todos los salvajes del Río de la Plata, sino los de Brasil y probablemente los de otras regiones de América. Pónense en cuclillas las parturientas en la orilla de un río o de una laguna; paren; se lavan ellas y lavan la criatura. Luego se vuelven a sus casas tan serenas como si nada les hubiera pasado. [...]

[...]Los pampas y pegüenches tenían, aparte de los procedimientos mágicos, sus yerbas que la Pampa y sierras de los Andes les ofrecían, y hasta sus compuestos medicinales. Usaban, con efecto, una bebida, que, por lo calmante, haría sin duda las veces de un té de malvas. Componíase de pólvora, jabón y piedra lipis o vitriolo (sulfato de cobre) disueltos en agua. ¿Qué gualicho resistiría la acción urente de este fármaco? Si por fortuna se hallaba aquel al alcance de la mano, como en una llaga, de seguro no se les escapaba; metían en la llaga un puñado de pólvora; o curarse o reventar. Ya se deja ver que tales procedimientos son modificaciones que los indios introdujeron en el arte de curar después de la conquista. Tampoco desconocieron la cirugía, y, por ende, la anatomía y la fisiología. Así, por ejemplo, si la enfermedad era interior, abrían el vacío del paciente, cortaban un pedazo de entraña y se lo hacían tragar. Pero lo que da más envidia es ver un enfermo, debajo de un toldo de mantas o ponchos, ya moribundo, rodeado de mujeres y hombres que por medios ejecutivos y con infernal ruido de cascabeles y voces estentóreas intentan ahuyentar a las deidades adversas (gualichos de otras generaciones o de hechiceros enemigos) que introdujeron el mal, entretanto que él o la médica se esfuerza por extraerlo, chupando la parte dolorida. El paciente contempla resignado esta barahunda y aguanta el baqueteo, hasta que vivo o muerto, sale de su cobertizo. Si no lo aguanta, y en su desesperación, huyendo, aplastado por la fiebre, cae al suelo, allí le ultiman a lanzadas. A patadas y puñetazos, que por de contado recibe el paciente, echan de su cuerpo al maligno espíritu los indios de Tierra del Fuego.

Los araucanos tenían, de la propia manera que los pampas, sus machíes o maches, encantadores y hechiceros que ejercían el arte de curar por medios supersticiosos, como que atribuían a Huecuvú o Pillán la causa de sus dolencias. Entre ellos había una clase a que daban el nombre de hueyes (nefandos), que llevaban por vestido una camiseta y un delantal llamado puno, al modo de las mujeres. Usaban el cabello largo y suelto, y las uñas crecidas. Las ceremonias en el acto de curar eran semejantes más o menos a las de todos los pueblos salvajes del Nuevo Mundo. No había de faltar, siendo posible, una rama de su reverenciado canelo, valiéndose asimismo de la succión para extraer de la parte enferma el objeto destructor de la existencia que en él había introducido el Pillán. [...]

8.22.2008

Santa María de Buenos Aires (1)

A pique sobre las barrancas del Río de la Plata y en torno de una fortaleza de barro, se agrupó el primer núcleo de población que constituiría el origen de la Villa de la Santísima Trinidad. Puerto de Santa María de Buenos Aires.

Según el historiador Pérez Revello, hay dos fuentes sobre el origen del nombre de la fundación; una legendaria: se apoya en una virgen de origen italiano, Nuestra Señora de Bonaria (Nuestra Señora del Buen Aire), entronizada en un convento mercedario de Cagliari (Cerdeña) que los marineros veneraban por sus milagros en el mar. La segunda, apoyada en datos históricos, se relaciona con el arribo del fundador Pedro de Mendoza, en cuya expedición figuran dos religiosos mercedarios, que obviamente, conocían los milagros de esta virgen, pues era muy popular en toda la marinería. Como Pedro de Mendoza estaba muy enfermo cuando arribó a nuestras tierras, estos monjes lo convencieron para que le pusiera a la fundación el nombre de la virgen, y que con sus milagros lo ayudara a concretar la empresa con éxito.

Años más tarde, sin que la primera fundación prosperara, Juan de Garay insistió en repoblar el mismo suelo. Así fue como erigió el Acta de la Segunda Fundación de Buenos Aires.

El fundador eligió para esto, el sector de la meseta que hoy se extiende desde Parque Lezama y Plaza San Martín, pasando hacia San Telmo por el Alto de San Pedro. Este lugar estaba surcado por zanjones y arroyos muy pequeños llamados tercetos.

Los tercetos hacían un largo recorrido antes de desembocar en el Río de la Plata: el Terceto del Sud iba desde lo que hoy es Plaza Constitución, y tomaba por el Zanjón de los Granados a la altura de la calles Chile, Independencia y México. El Terceto del Medio, llamado también Terceto del Norte, torcía desde Plaza Congreso hacia Viamonte y Córdoba, y desembocaba por el Zanjón Matorras a la altura de las calle Tres Sargentos. También corría por la zona el Arroyo Manso, este nacía de lagunas y de bañados a la altura de Venezuela, Córdoba, Pasteur, Corrientes y Paso, enfilaba por la calle Austria, después de pasar por la Recoleta y de cruzar la avenida Alvear.

Juan de Garay al repartir las tierras dio a la planificación inicial la característica simétrica que conserva la ciudad, que al desarrollarse con lentitud durante los primeros siglos fue adicionando cuadrículas a los lotes y cuartos de manzanas.

La más antigua relación que existe de la aldea de Garay es la de Enrique Otsen, que llegó al Río de la Plata en 1599. La describe como un llano abierto, pobre, sin árboles y con algunas casas dispersas.

También se posee la visión del cartógrafo holandés Juan Vingboons, después de que la aldea cumpliera su primer medio siglo. Este indica que solo se veía una franja del río surcada por una goleta y algunos barquitos, y en las barracas, la silueta del Fuerte, la torre de una Iglesia y unas pocas casitas.

Según un plano de 1708, los edificios con que contaba la ciudad eran: el Fuerte San Juan Baltasar de Austria, de puente levadizo, la pequeña Iglesia Matriz, el Cabildo, que era una modesta casita y el Colegio de la Compañía de Jesús. Todo esto estaba emplazado entorno de la Plaza Mayor, y no lejos de este sitio, se ubicaban los conventos de la Merced, Santo Domingo y San Francisco. La Iglesia Mayor, en esa época —según un informe del religioso Manuel Herre—, era el único edificio de de cal y ladrillos.

A través de la cronología planimétrica de los planos más antiguos de Buenos Aires de A. Taullard, que arrancan desde el de la fundación, se puede seguir paso a paso el lentísimo desarrollo de la ciudad hasta el último tercio del siglo VIII, cuando comienza a dejar de ser modesta, para convertirse en una de las ciudades más bellas e importantes del mundo.

8.13.2008

Los cafés de Buenos Aires. Época colonial (2)


Los cafés en Buenos Aires tuvieron vigencia desde la época colonial. El primer local fue el "Almacén del Rey", que ya figura en documentos oficiales durante el año 1764. José Torre Ravello manifiesta que estaba ubicado en la Recova Vieja. Con el correr de los años, se instaló allí un famoso comercio: "Empanadas Rey", que más tarde se transformó en el café "La Sonámbula".

La primera mención a los cafés que los documentos coloniales registran datan del año 1779, oportunidad en que el virrey Vértiz y Salcedo promulga un auto por el que ordena a las autoridades que dentro del término de 24 horas debían notificar, a la Secretaría de la Cámara de Gobierno, la presencia de toda persona —decía— mal entendida o vagabunda cuya detención se hubiera efectuado en pulpería, casa de truco, cafetería u otro lugar, donde se hallaran jugando a naipes u otra clase de juegos prohibidos. Aquí entonces encontramos, una nueva denominación de esta actividad comercial: casa de truco; pero lo que interesa es la denominación oficial de cafetería. También, antiguos registros que brinda el diario de don José Francisco de Aguirre, ya menciona la existencia de los cafés, confiterías y posadas públicas en el año 1783.

En el siglo XIX, hacia el año 1806, un documento aportado por don José Torre Ravello demuestra cómo estaban jerarquizados los comercios del ramo durante la administración colonial. Los cafés se diferenciaban por el número de villares que poseían. Así están documentados:

Cafés con dos villares

Pedro José Marco
Ramón Aignase
José Mestres

Cafés con tres villares

Domingo Alcayata
Francisco Cabrera
Juan Antonio Pereyra
Martín Castañeda
Antonio Basconcelos
Francisco Turpía (café ubicado frente al colegio San Carlos)
Carlos Sosa
Juan Luis Rizola
José Miguelen
Domingo Mendiburu

Si bien los cafés estaban diferenciados por poseer dos o tres mesas de villar, el asunto que más atraía a los concurrentes era la vida social y las disputas o controversias de tipo político que allí se daban, motivo muy convincente como para que estuvieran clasificados y etiquetados, además, de que el café significó un golpe fuerte para las tranquilas costumbres de la sociedad colonial.

En Lima (Perú), se produjo una reacción similar. El primer café limeño fue autorizado por el virrey Manuel Amat y Juniet en 1771. Estaba ubicado en la Calle del Correo y pertenecía al señor Francisco Serio.

También se sintió el impacto de los cafés en Montevideo (Uruguay), aunque de manera más leve. El primer café en nuestro hermano país se montó en 1792 y su dueño era el francés José Beltrán.

En casi todos los centros poblados de América española, los cafés produjeron un sentimiento dual, asombro y alegría. Las preocupaciones y los trastornos sociales llegaron más tarde. Pero pese a ello se mantuvieron, porque aportaban importantes ingresos que ayudaban al gobierno virreinal.