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3.24.2009

Carlos Pellegrini

La correspondencia en el campamento

Por Carlos Pellegrini

La vida se deslizaba estéril e inactiva en la monotonía de un largo campamento. Los espíritus más juveniles se sentían enervados por la inacción, bajo la opresión de un sol canicular que fatigaba el cuerpo y engendraba en la tierra, húmeda y caliente, todas las alimañas inventadas para la mortificación del hombre. Nubes interminables de moscas hacían insoportable la vida en las horas del día, y al caer la noche, mangas de mosquitos zancudos, de grillos, de vinchucas hacían oír sus zumbidos y chirridos irritantes, con que parecían llamarse o invitarse al festín de la sangre.

Tenían, sin embargo, esos días de inacción y de nostalgia sus momentos de alegría y de íntimo placer, sólo comprendidos por el que los sintiera alguna vez. Un toque de corneta lanzado desde las carpas del Estado mayor, repetido por las trompas de la división, de regimiento y de cada cuerpo, hacía circular por el ejército un estremecimiento de alegría. ¡Correspondencia! ¡Cuántas emociones agitaban el alma del soldado, desde el genral al recluta, al vibrar en los aires ese toque tan grato, que sonaba como un eco del lejano lugar!

En cada cuerpo, un ayudante abandonaba apresuradamente la carpa, y ciñéndose la espada en el camino, recogía al pasar un par de voluntarios entre cien que se ofrecían, y se dirigía apresurado al Estado Mayor, para regresar con la preciosa carga, que esperaba de pie y ansioso el regimiento entero.

En todo el campamento, el día de la llegada del correo era día de movimiento, de variadas emociones, de alegrías, de tristeza a veces, por la voz de afecciones lejanas que venía a despertar en nuestro seno fruiciones o penas ocultas. Esa mal trazada carta a la amdre, rebosante de cariño, mojada a veces con una lágrima –gota de un mar de ternura-, incoherente por la abundancia de lo que se quiere decior de una vez, todo junto, como si el correo fuera a partir dejando algo sin expresar de ese cariño inagotable; con una posdata que anunciaba la encomienda cuidadosamente preparada y destinada a alegrar más de una hora, convirtiendo en suntuoso banquete el escaso y pobre rancho diario que se ofrecía entonces, sin intendencias lujosas, por una patria pobre a quien con gusto se le daba todo sin pedirle nada. Venía también la carta del padre, que se esforzaba por mostrar seriedad varonil, no pudiendo, sin embargo, disimular su ternura en los mismos severos consejos dados al niño-soldado, declarado hombre de improviso por la ley y por el deber.

A ese ranchito de junco habían llegado también la carta de una madre con su encomienda, y la carta del padre que ocultaba entre sus hojas, cuidadosamente doblado, uno de esos billetes del Banco de la Provincia, amigos de nuestra juventud, rosado, nuevo, hermoso, derramando promesas y alegrías.

¡Gran día!, el contento rebosa en todos los cuerpos. Los oficiales se reúnen en grupos y se invitan al gran banquete de las encomiendas, que en su variedad llenan un menú pantagruélico que se devora en un día con la feliz despreocupación de la juventud.

-¿Y mañana? -¡bah! Será otro día, y se contentarán con el pedazo de carne flaca, única ración que recibía el soldado argentino, salvo los días en que no la recibía. ¡Entonces nadie se quejaba!...

Publicado en la Revista de Derecho, Historia y Letras, Bajo el título de “Treinta años después”, 1896.

3.15.2009

Calles de Buenos Aires

Por Ricardo M. Llanés
La Nación, Buenos Aires, 29 de enero de 1969

Todavía en 1916 no resultaba desacertado repetir con respecto a Buenos Aires aquello de ciudad monótona por su continuada similitud de manzanas sin atractivo alguno; pero actualmente, con su centro Geográfico ubicado fijamente por la Dirección General de Catastro de la Municipalidad exactamente en la finca Nº 1023 de la calle Avellaneda, entre de Cucha - Cucha y General Martín de Gainza, aquel parecer no podría ni siquiera insinuarse en razón de que nuestra metrópoli constituye, no solo por lo multiforme y la variedad de estilos de su edificación cuanto por el orden y diversidad configuradas, una de las capitales de mayor originalidad en sus lineamientos generales de la América del Sur.

En cualquiera de sus barrios puede darse hoy el trazo de la cueva o de la diagonal, gratos al encuentro del pasante no vecino, por su misma desigualdad de línea urbana. En algunos de ellos es el camino ancho que deja ver sus esquinas de figuras triangulares como las que se encuentran en la avenida San Martín, o con los puentes de considerable altura y longitudes gigantes, tales el que vemos en esta misma avenida; el otro en la denominada Sáenz, de color puramente hispano, y el que corre entre las de Almirante Brown y Necochea, con rumbo a los pueblos de Avellaneda, Sarandí y Quilmes.

Más que por los numerosos parques, plazas y jardines, la ciudad nos resulta hermosa por sus rincones atrayentes; los amables refugios que aún no han sido invadidos por los multitudinarios conductores de los diferentes como resonantes modelos de cuatro ruedas. Nos referimos a los entrecruzamientos de callejuelas que contribuyen a que la nota urbanística ofrezca una cierta variedad sorpresiva, como la escalinata del pasaje Server, o como aquellos que se dan en la zona de Nueva Pompeya y rincones de Palermo Chico. Y si Buenos Aires cuenta con avenidas de terrenos extenso y llano como lo es el de las nombradas Cabildo, García del Río, José María Moreno, Corrientes, Francisco Beiró, Pedro Goyena, Gaona, Montes de Oca (desde Martín García hasta el Riachuelo), de los Constituyentes, Castañares, etc., también presenta aquellas de pronunciadas curvas, como las que vemos en las de Córdoba, Borrego, Las Heras, Centenera, Santa Fe, Juan B. Justo y Perito Moreno, entre otras; de subidas y bajadas que se pronuncian en las de San Juan, Canning, Directorio, Boedo, etc., no faltando la de forma de abanico abierto que conforma la hoy llamada Estado de Israel, que recuerda el antiguo camino de carretas rumbo al pueblo de Moreno. Y si de las nombradas avenidas La Plata, Las Heras, Castro Barros, Carabobo, Avellaneda y Cabildo (desde Monroe hacia el oeste), desaparecieron las viejas alamedas frondosas que todavía recordaban los días del Buenos Aires de color rural, felizmente restan otras como las avenidas De los Incas y Salvador María del carril, que pueden admirarse en algunos de sus tramos por la estampa de sus jardines de expresivo corte inglés.

Veamos ahora algunos de los detalles que contribuyen a destacar la nota urbana de la ciudad porteña.

Tres avenidas diferentes

A poco que nos interesemos no dejan de llamarnos la atención, porque siendo una de la más corta, la otra es la más ancha y la tercera la de mayor longitud. Estas tres avenidas son las denominadas, Manuel Quintana, 9 de Julio y General Paz. La primera, llamada República hasta 1907 (y anteriormente Calle Larga de la Recoleta, como lo quería la voz de la tradición) es avenida solamente en el trayecto de dos cuadras, dado que etimológicamente considerado, “avenida es un camino ancho con árboles a sus lados” y esto lo configura la llamada Manuel Quintana, desde Callao hasta la de Junín. La 9 de Julio, que es nuestra más anchurosa vía urbana (140 metros), ofrece la originalidad de constituir una avenida sin esquinas, no obstante extenderse dentro del antiguo núcleo más compacto del damero porteño. La 9 de Julio carece de ochavas edificadas, vale decir que no presenta construcción arquitectónica alguna en ninguno de los encuentros con sus transversales. Esta avenida, que con mayor propiedad consideramos alameda, ya que se llama Paseo de las Américas al conjunto de plazoletas en ambos lados de esta, nos sorprende con esta nota de curiosidad, pues los edificios que se levantan paralelos a su ruta, no le corresponden, dado que son los que dan sus estampas a las calles Carlos Pellegrini, Bernardo de Irigoyen, Cerrito y Lima. Y, si es verdad que vemos en ella la colosal de la fábrica del Ministerio de Obras Públicas, tampoco esta se levanta en una esquina y sí en el mismo terreno que antiguamente daba paso a la famosa calle Del Pescado, la que conocimos siendo ya Pasaje Aroma y que desaparecería con motivo de levantarse la monumental construcción. Y digamos que el tramo de esta avenida (Bartolomé Mitre a Tucumán) que fue en liberarse al servicio público, quedó inaugurado el 12 de octubre de 1937 por el intendente municipal doctor Mariano de Vedia y Mitre, a quien le tocó llevar a la realidad el viejo proyecto que presentara en 1861 don Francisco Seeber, intendente a su vez entre los años 1889 y 1890, y a quien habrá que recordar como uno de los precursores empeñados en realizar la obra que otros más afortunados pudieron llevar a los mejores fines: don Torcuato de Alvear, la avenida de Mayo; don Joaquín S. de Anchorena, la Diagonal Norte (Presidente Roque Sáenz Peña) y don Carlos M. Noel, la avenida Costanera (desde Brasil a Viamonte).

Con respecto a la avenida General Paz (…) su longitud actual, pues aún falta el tramo que deberá unirla con la avenida Costanera, es de 23 kilómetros y medio. En la punta sudoeste de esta avenida se encuentra el llamado Puente de la Noria, y ahora nos resulta muy oportuno el hecho de aclarar en obsequio de la verdadera ubicación del lugar histórico, que el antiguo Puente de la Noria no se encontraba en ese punto y sí entre las actuales calles Telier y Cañada de Gómez.

El laberinto urbano

La ciudad a cuya transformación hemos asistido durante el correr del último siglo, presenta aquí y allá la nota amable de sus calles y pasajes con escalinatas que permiten bajar a ellos, como al nombrado Server; o subir a las que s encuentran dentro del perímetro que abarcara la quinta de Hale (Las Heras, Pueyrredón, Agüero y avenida del Libertador), que fuera adquirida por la Municipalidad en mayo de 1906, para convertirla en paseo público. El gran Parque del Centenario, dentro de su enorme circunferencia, ofrece una configuración de estrella, y allá en Republiquetas, del 5500 al 5900, los pasajes se encuentran y se entrecruzan formando atractivas líneas que tanto hubieran sido del agrado de los artistas, escritores, poetas y músicos que fueron Rogelio Irurtia, Carlos Enrique Pellegrini, Alberto Gerchunoff, Miguel A. Camino, Macedonio Fernández, Alfonsina Storni, Constantino Gaito, Alberto Williams y Baldomero Fernández Moreno, cuyos nombres jerarquizan la armonía de color campestre de ese espléndido lugar.

Pero donde aquellos dibujan recovecos, vueltas de trazos oblicuos, rectos y diagonales, sugiriendo la figura de un curioso como atrayente laberinto, es en el barrio llamado Parque Chas, con sus conjuntos de graciosas casitas y elegantes chalets que, lo suponemos, fueron armoniosamente concebidos con la categoría propia de la familia constructora del hogar moral, moral y socialmente considerado. Este barrio al que se entra y de primera intención no se acierta a salir de él, es original no sólo por sus callejuelas de laberinto: lo es a la vez por la nota de su nomenclatura cuyas leyendas mencionan buena parte de ciudades extranjeras en concierto universal. En efecto, allí se encuentran estos nombres que corresponden a cada una de sus calles: Atenas, Belgrado, Berlín, Berna, China, Dublín, Ginebra, Hamburgo, La Haya, Liverpool, Londres, Marsella, Nápoles, Moscú, Oslo, Tréveris y Turín. Y como en algún tiempo fue conocido también como Barrio Internacional, Avenida Internacional se llamaba la hoy nombrada General Benjamín Victorica que cruza a lo largo de su centro. Como no se parece a ninguno de los otros núcleos suburbanos, el “laberinto”, como damos en llamarlo, es la nota urbanística mejor lograda dentro la extensión que media entre los barrios de La Paternal y Villa Urquiza. Y quien alcance con nosotros a recordar qué era todo eso en los días 1916, ha de sentirse hoy justamente maravillado, pues cómo imaginar siquiera aquel panorama de barrizales, campos de cicuta y algunos hornos de ladrillo entre pantanos y zanjones.

Bien merece entonces que traigamos al recuerdo la estampa del ya extinto martillero don Jerónimo Grosso, que fue quien en 1927 procedió con el tesón y el entusiasmo que le conquistaban amistades, al remate de los terrenos que, como él mismo anticipara, iban a centuplicar su valor, dado que se encontraban en uno de los puntos más hermosos de la capital.

La manzana de las ocho esquinas

Actualmente la ciudad cuenta con 485 pasajes, figurando en esta cantidad aun aquellos que no lo son porque “no permiten el paso público entre dos calles”, tal como lo informa la etimología del término, pero a los que desde antiguo designamos con el nombre de pasaje: así los llamados San Carlos, Huergo, Videla Castillo, Mangiante y otros como Torres, Giorello, etcétera. Aquellos y las calles y avenidas de trazo diagonal que nombramos: San Martín, Perito Moreno, Castañares, Chiclana, Forest, Del Tejar, etcétera, rompen la invariable repetición del primitivo damero, dado que son numerosas que dentro de lo geométrico configuran diferentes formas: la de los dos irregulares triángulos del pasaje Rauch, la de los rectángulos Vieytes y general Hornos y entre otras variadas figuras, la que delinean la perimetría del parque Lezama y del Jardín Botánico.

Empero, la manzana que consideramos digna de curiosidad en razón de la nota original de su trazado, es la delimitada por las calles Zarrayán, Senillosa y las avenidas La Plata y Cobo. Esta es la manzana de las ocho esquinas, en cuyo centro se abre el remanso de una plazuela acogedora; más atractiva si cabe que al salir de ella para entrar en los dos ríos marizados que suben y bajan por la avenida La Plata, es experimentar instantáneamente la sensación de que acabamos de abandonar un lugar que no corresponde a la ciudad de Buenos Aires. Es la misma que en un tiempo fuera conocida con la designación de Barrio Buteler, pues la construcción de las 88 casas para obreros de 3 y 3 piezas que la componían al terminarse las obras del 23 de junio de 1910, fue posible por el legado de la señora Azucena Buteler. Y como aquí el damero está cruzado por dos diagonales que abren sus cuatro entradas o pasajes, cada uno de sus ángulos o puntos cardinales deja ver los perfiles de sus esquinas.

La Buenos Aires actual –conviene que lo digamos a simple título de memoria ilustrativa destinada a los representantes de las últimas generaciones- en nada se parece a la de los repetidos rieles en que corrían los tranvías de tracción animal, pues, y puede ello afirmarse, la ciudad porteña que viera a aparecer en muchas de sus esquinas las primeras posturas del compadrito hecho tango, ha desaparecido por completo, como el farol de querosén y el vendedor de frutas que la cruzaba con su carro y con alargado vozarrón de “durazno a cuarenta el ciento”.