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11.03.2010

YZUR, FUNES Y EL INMORTAL. Una convergencia metafísica




En este ensayo se propone una lectura "metafísica" de Yzur, uno de los cuentos de Las fuerzas extrañas, poniendo énfasis en las implicaciones tácitas que la historia permite imaginar: Yzur es un mono al que su amo le enseña a hablar y que muere, abrumado por la humanidad súbita que el lenguaje ha despertado en él. Se presentan algunas ideas sobre los monos que la Antigüedad clásica aceptaba como ciertas, y que pueden haber servido a Leopoldo Lugones en la construcción de un (pseudo) marco científico que permite el milagro final. También se identifica cierto pasaje de Lunario sentimental que demuestra un interés especial de Lugones en la humanidad trunca, pero recuperable, de los monos. En la parte complementaria del ensayo se propone leer Yzur como un antecedente de dos cuentos de Jorge Luis Borges, Funes el memorioso y El inmortal, examinando el tema de la memoria perdida y/o recobrada.


Yzur es uno de los cuentos de Las fuerzas extrañas, volumen considerado fundacional del género de ciencia-ficción en Latinoamérica; se publicó en 1906. Su autor fue el poeta y polígrafo Leopoldo Lugones. Uno de los mayores encomios sobre los méritos de este relato aparece en el libro que Jorge Luis Borges publicó en 1951, el cual es una introducción refinada a la obra del autor de Lunario sentimental. Borges señala que "ya en 1896, Lugones cultivaba el cuento fantástico. Quedan, en revistas de la época, muchos testimonios de esa predilección, no recogidos posteriormente, pero que llevan su firma". Exactamente treinta años después, en 1985, Borges reunió y prologó para la Biblioteca de Babel un volumen antológico de sus cuentos que lleva el título de otro relato de Las fuerzas extrañas: La estatua de sal. En esta selección, naturalmente, fue incluido Yzur. No es ésta la ocasión propicia para comentar la admiración literaria y ética que el Borges maduro sintió por Lugones, aunque podría recordarse que el gran narrador argentino afirmó que este relato "inaugura en nuestro idioma el género de ficción científica" (1985). El propósito de este ensayo es doble: leer Yzur como la metódica y sublime historia de un mono que recupera el lenguaje -y con él, la enloquecedora incertidumbre metafísica- y como precursor de algunos cuentos de Borges, en especial de Funes el memorioso y El inmortal. Se intentará demostrar que los juicios de Borges no solo dependen de una estimación crítica, sino de una secreta simpatía textual entre Lugones y él.


Uno de los primeros estudios generales del relato fantástico en Argentina es el de Ana María Barrenechea y Emma Speratti Piñero, quienes en 1957 publicaron La literatura fantástica argentina, volumen de ensayos de autoría independiente. Su estudio no es exhaustivo, ni quiere serlo, pero entre otras tiene la virtud de abarcar tres generaciones de autores de este género, comenzando por Lugones y terminando con el aún no célebre Cortázar. Este libro, publicado solo dos años después del de Borges, concede líneas escuetas y elogiosas a este relato: "Yzur, la historia del mono que se niega a hablar pese a los esfuerzos del amo, es en el fondo la resistencia de una fuerza ciega [. . .] frente al enemigo ancestral [el hombre]". Se añade a este resumen que es una narración "perfecta," que posee algo que "rara vez se encuentra en Lugones: una veta de ternura". Pero no solo en este trabajo, sino en los que siguieron, quedan intactas sus implicaciones: Yzur sintió, revivió, el estupor, el horroroso vértigo de incertidumbres que habrá experimentado el primer homínido que tuvo la conciencia inicial de ser alguien, de tener certeza de la vida y de la muerte, de un Dios o diversos dioses, en fin, de intuir una realidad trascendente de ideas que solo el lenguaje puede encerrar en conceptos. Y toda esta crisis del "ser", crisis ontológica y metafísica, de existir en un tiempo que se desvanece en pasado y en un inasible futuro depende, como se espera probar, de una "memoria" perdida y recuperada.


Antes de examinar los pormenores y las transiciones en la humanización de Yzur, es pertinente citar algunos antecedentes hasta ahora desatendidos por la crítica. Como se sabe, Lugones sabía griego y latín. Su amor por la Antigüedad clásica fue permanente, aunque, según Borges, su éxito como helenista fuera modesto (1955). Sabiendo griego clásico, pudo leer y luego recordar algunos pasajes de la Historia animalium, de Aristóteles, libro que, pasados cuatro siglos, Plinio el Viejo leyó y usó como fuente para su Historia naturalis, vasta enciclopedia donde su autor acumuló las ciencias y supersticiones de su tiempo. A continuación, sostiene que los "simios" [apes] tienen en común con las bestias cuadrúpedas tener pelo en el lomo, en virtud de ser en parte cuadrúpedos, y con los hombres, tenerlo en el pecho, por parecerse a ellos. A continuación, enumera otras características comunes a ambas especies, siendo la más notoria que solo los simios tengan pestañas en ambos párpados. La constatación inicial permite concebir una comparación inaudita entre el simio y el hombre, teniendo cada especie una posición distinta en dos hipotéticas "escalas del ser", una religiosa y otra atea. En la primera, la divinidad está por encima del hombre, quien a su vez está por encima de los animales (incluidos los monos); el hombre es la convergencia de lo divino y lo animal, el punto equidistante entre dos reinos (puede pensarse incluso en una humanidad "divina" degradada por el castigo que sufrieron Adán y Eva). En la otra escala, el mono usurpa la posición del hombre, siendo éste, como en el "postulado antropológico" del narrador de Yzur, la especie de la que degeneraron voluntariamente los monos; el último nivel es el de los animales cuadrúpedos. El mono, entonces, sería alternativamente "hombre" y "bestia". Son notorios los efectos que pueden desprenderse de estas analogías. Yzur es un simio que aprende a hablar (platónicamente, "aprender" es "recordar", pues todo conocimiento es reminiscencia de algo ya aprendido), y a partir de este trance, es una criatura en la que va formándose un vértigo interior, que deviene en una conciencia abrumada que agoniza y muere. Lo admirable de la narración de Lugones es que todo esto se cuenta sin explicaciones que abrumen o pormenores patéticos: todo se acepta desde la ingenua crueldad del narrador.


Plinio el Viejo en su casi ilimitada Historia naturalis provee algunas noticias sobre los monos, en especial sobre los simios, que son los monos sin cola, los más grandes e inteligentes, los más parecidos al hombre (VIII, cap. LXXX). Es aceptado que Plinio conocía la Historia de Aristóteles. Casi repite sus observaciones sobre la fisonomía semejante de ambas especies; además, destaca que son "maravillosamente ingeniosos". En Yzur, el narrador recuerda que durante los años últimos de su aprendizaje, comenzó a notar un cambio en el carácter del mono, el cual "tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda [. . .]. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas". Lo que hubiera sido aceptado como probable por los lectores contemporáneos de Plinio, resulta al lector moderno un pormenor fabuloso. Pero lo que rememora el amo de Yzur no es solo un circunstancial interés por el cosmos: es un síntoma de su naciente humanidad, de una perplejidad filosófica por el universo.


Hasta ahora, no se ha indicado la correspondencia entre unos versos del Himno a la luna, del Lunario sentimental, y la historia de Yzur. Lugones sintió una fascinación por la hipótesis de que el simio, por su aspecto, su mirada expresiva, su a veces erguida postura, tuviera una casi sospecha de ser algo más que un animal. Expresar así esta íntima intuición es torpe; permítase a Lugones hacerlo mejor:


Desde sus islas moscadas,
Misántropos orangutanes
Guiñan a tu faz absorta;
Bajo sus anómalos afanes
Una frecuente humanidad aborta


Curiosamente, una de las "islas moscadas" es Java, lugar cuyos naturales creían que los monos "no hablan [. . .] para que no los hagan trabajar", dice el amo de Yzur al principio de su relato. ¿Por qué son "misántropos" los orangutanes? El narrador lo dice al exponer su teoría de "evolución regresiva": porque se libraron del dominio del hombre al abstenerse de hablar. Fue un odio atávico el que los condujo a su indiferente animalidad. Los orangutanes ven la cara "absorta" de la luna como Yzur las estrellas. En el último verso está cifrado el encanto y el misterio de esta narración: la "humanidad aborta" se despierta al cabo de siglos de unánime sueño para inevitablemente sufrir un perpetuo estado de lucidez. En el insomnio mental de Yzur está prefijada la saturación de la memoria de Ireneo Funes. Se puede conjeturar que la atrofia de los órganos de fonación de los monos es simbólicamente la atrofia en Funes de la capacidad de pensar, de abstraer del inconcebible conglomerado de volúmenes, formas y colores, impresiones simples que la mente codifica en conceptos generales. Pero aún no es momento de hablar sobre el cuento de Borges. Baste decir que el Diccionario de la Real Academia consigna como segunda acepción del verbo "abortar" lo que se dice de un órgano "al desarrollarse parcialmente sin que llegue a ser funcional". Lo que consigue el amo de Yzur es revertir una condición prehistórica al restituir a su mono la "humanidad aborta", la incierta humanidad que lo lleva a la muerte.


Unas palabras finales sobre las posibles fuentes de Yzur. Borges fue el primero en advertir el influjo de Edgard Allan Poe y de H. G. Wells en Las fuerzas extrañas, aunque de manera sabia declare que "esos textos estaban al alcance de todos pero sólo Lugones escribió Yzur" (1985). "Esos textos" no mencionados podrían ser The Murders in the rue Morgue y The Island of Doctor Moreau. Más allá de estas posibles atribuciones, sin duda el fundamento teórico fueron los libros de Darwin, en especial On the Origin of Species (1859), y en menor grado las especulaciones frenológicas de Franz-Joseph Gall.


La narración en Yzur, como en Funes el memorioso, no está a cargo del protagonista de la trama, sino de un "narrador testigo", que es anónimo en el primer caso. Su propósito era lograr que su chimpancé hablara; su hipótesis "antropológica", que "los monos fueron hombres que por una razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado"; de esta manera, el que fuera hombre en un pasado remoto descendió en la cadena del ser; literalmente, se "animalizó". El proceso de enseñarle a Yzur a hablar, y no solamente a repetir palabras (discernir entre estas capacidades es esencial: un loro repite palabras, pero no habla, no razona), fue gradual y dilatado, ya que pasaron ocho años hasta que en determinado momento su amo se dio cuenta de que no hablaba porque no quería. Todo su relato converge en una revelación que los lectores aceptan sin incredulidad: las premisas y silogismos que el narrador presenta desde el inicio preparan un ambiente donde el milagro científico resulta verosímil y conmovedor. El narrador tiene la convicción de que la "humanidad detenida" en Yzur puede ser despertada. La primera certeza de que su teoría está cumpliéndose la tiene cuando el cocinero de la casa le dice que "había sorprendido al mono ‘hablando verdaderas palabras’". No es casual que el adjetivo "horrorizado" haya sido empleado para describir el estado emocional del primer testigo: ¿qué otro prodigio lograría suscitar esa especie de "horror sagrado" que oír hablar a un mono? En consecuencia con lo anterior, no sorprende que en los últimos momentos de la agonía de Yzur, su amo declare que la expresión del mono "era tan humana que me infundió horror". Es el mismo horror que pudieron instigar los milagros o las epifanías paganas, el rostro de la divinidad o la presencia de lo maravilloso. Con respecto a este pormenor, es un acierto notable que Lugones haya concebido esta revelación como independiente de toda amenaza o soborno, puesto que permite imaginar tantas posibilidades: no se da como un reflejo instintivo, sino como la manifestación libre de una voluntad, de una personalidad con libre albedrío.

Como Ireneo Funes, Yzur padeció un trance que trasmuta su condición. Sería conveniente citar cómo su autor resumió la historia del "compadrito de Fray Bentos", luego de haberla escrito casi cuarenta años antes: "Sí. Recuerdo el argumento. Es un hombre que muere abrumado por la carga de su memoria, ¿no? Es un hombre que muere joven y abrumado por los muchos recuerdos. Creo que ése es el tema. Un hombre de memoria infinita que muere joven". La evocación que da Borges de la historia de Funes se podría modificar ligeramente, lo que daría como resultado una simetría reveladora entre ambos cuentos: Yzur es la historia de un mono joven que muere abrumado por una realidad lúcida, omnipresente, y quizás por la memoria genética de haber sido en el pasado remoto un ser humano. Pero en el caso de Funes, su ilimitada capacidad de recordar cada instante ocasiona que inexorablemente el pasado invada el presente y anule el futuro: él ya no es capaz de pensar, de identificar lo individual en lo genérico. En cierto sentido, Funes es víctima de una involución mental, si se permite la expresión, porque a pesar de aprender latín, su capacidad para el olvido, de la cual depende su armonía de sujeto cognoscente, se ha atrofiado. Borges, en La postulación de la realidad, ya había sentenciado que "nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir una educación del olvido". Yzur experimenta lo simétricamente opuesto: cobra o recobra la conciencia de ser alguien. Después de ser castigado por su amo, por negarse a hablar, el chimpancé cae enfermo "de inteligencia y de dolor". Recuérdese que la memoria de Funes llega a ser sobrehumana luego de caerse de un caballo; a partir de un trance común, ambos agonizarán. Tal es la sugestión que las ficciones generan en nosotros, que se puede aceptar a Yzur contemplando el firmamento, y en él la inefable presencia de Dios; habrá sentido una determinación interna llamada voluntad, habrá imaginado la inexplicable muerte que lo espera, en fin, por medio de la memoria y del lenguaje, habrá podido sentir su alma. En este sentido, es válido postular una "animalización" en Funes y una "humanización" en Yzur, pero la muerte como destino común.


En el prólogo de Ficciones, el autor declara que la historia de Funes es "una larga metáfora del olvido". En La cifra, su penúltimo poemario, Borges incluyó una composición llamada Dos formas de insomnio: una es la mórbida incapacidad de poder dormirse; la otra, la permanente y atroz vigilia durante la cual, sin descanso, el hombre es consciente de vivir, de ser. El sueño, en este caso, vendría a ser la muerte aliviadora. Pero este poema, se podría argüir, data de 1981. Sin embargo, en diciembre de 1936 apareció en Sur un poema titulado Insomnio. Es decir, el obsesivo insomnio que Borges padeció, y que aprovechó para hacer fábulas y versos, lo acompañaba algunos años de la publicación de Funes el memorioso. Se podría establecer un paradigma de correspondencias entre los destinos singulares de Yzur y Funes: el chimpancé al aprender a hablar "despertó" de un sueño milenario; a partir de entonces se enfermará de "inteligencia y dolor". De forma predecible, el narrador revela que, antes de accidentarse, Funes "diecinueve años había vivido como quien sueña". Ambos han despertado para nunca más poder dormir. Yzur sufre un "insomnio existencial" causado por la epifanía del lenguaje: hablar es pensar, y pensar es saberse mortal, limitado, absorto en el misterio del ser. Compárese lo anterior con lo que sentencia Marco Fluminio Rufo, el centurión romano de El inmortal: "ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte". O también puede recordarse lo que se dice Juan Dahlmann, el protagonista solitario de El sur, cuando acaricia a un gato, momentos antes de abordar el tren: "aquel contacto era ilusorio y [. . .] estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante".


Esta doble iniciación en un insomnio verbal, de iluminación atroz en el caso de Yzur, de saturación embrutecedora en el de Funes, debe relacionarse con la impresión de eternidad que ambos seres generan. Recuérdese lo que dice el amo de Yzur cuando lo ve morir en "una dulce agonía a ojos cerrados", que el chimpancé tornaba hacia él "con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste". La misma sensación de estar ante una criatura cuya edad se confunde con los orígenes del hombre la experimenta el narrador de Funes el memorioso: "Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides".


Sería una labor insensata tratar de reducir la escritura de Funes el memorioso al más o menos vago recuerdo de un cuento de Lugones, a pesar de que la generación de Borges leyó con fervor, y a veces con ironía, sus libros; las galerías de la memoria infinita de Funes dependen más del insomnio obsesivo que Borges padeció y que trató de exorcizar en la ficción. Sin embargo, como defensa de lo que se ha postulado en este ensayo, Yzur fue, entre todos los cuentos de Lugones, el que Borges prefirió, y esta predilección puede comprobarse en las numerosas entrevistas que le hicieron. En último caso, las simples convergencias casuales (o de íntima afinidad) encuentran, gracias al propio Borges, una significación reivindicatoria. En el breve ensayo Kafka y sus precursores, comenta un catálogo de textos -cuentos, parábolas, poemas- que anteceden la obra de Kafka, y que se le parecen, sin necesariamente parecerse entre sí. Borges postula una explicación genial: en cada uno de los ejemplos que ha citado está la "idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría". Lo que Borges está procurando desarrollar es una teoría "sincrónica" de la literatura, cuyo devenir se cumple en el tiempo absoluto de un instante único; según esta interpretación "cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro". Yzur, entonces, puede ser juzgado un precursor de Funes el memorioso no solo por la exacta analogía de sus tramas, las implicaciones filosóficas o la metáfora del insomnio en común, sino porque la mera existencia de una obra puede establecer vínculos con el pasado, revelar lo semejante en lo diverso y, por último, leer el pasado desde la posteridad.
Al inicio de este ensayo se anunció considerar el cuento de Lugones como un lejano y hasta ahora inédito palimpsesto en el que la vertiginosa narración de El inmortal se inscribe. Se incurriría en una fatuidad gratuita si se postulara que la suma de complejidades y revelaciones de este cuento, abarcador de tantas lecturas, símbolos y refutaciones, depende primordialmente de Yzur (como El Aleph, como Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, su universo ficcional presupone la tradición literaria occidental); sin embargo, como ya se advirtió en el caso de Funes el memorioso, no será insensato atribuir a Yzur una cierta injerencia literaria sobre El inmortal.


Marco Flaminio Rufo es el "héroe" protagonista de una historia de viajes, de anagnórisis, de diásporas y retornos, es una especie de Ulises que se ausenta, luego de ganar la inmortalidad, no por veinte años sino por muchos siglos, hasta "regresar" a un ansiado punto de llegada, la muerte. Estando en Tebas, la ciudad del alto Nilo, que Homero y él llaman "Hekatómpylos", la de las "cien puertas", concibe la empresa de llegar a la Ciudad de los Inmortales. Él es un centurión, tribuno militar de una legión romana, que al inicio de su relato confiesa con efectivo descuido que "había militado sin gloria en las recientes guerras egipcias", logrando "apenas divisar el rostro de Marte". Como ha señalado René de Costa en su libro El humor en Borges, Flaminio Rufo es un guerrero cobarde, un "héroe" que muy discretamente reconoce su excesiva prudencia. No habiendo sido capaz de alcanzar la gloria en las armas, y el consiguiente simulacro de inmortalidad que es la Fama, decide hallar la referida ciudad. El insomnio no lo abandona desde la noche en que "algo estaba combatiendo" en su corazón. A la madrugada siguiente, un jinete agonizante, venido desde la India, reforzará su propósito. Flaminio Rufo organiza una expedición que atraviesa indistintos y sinuosos desiertos. Pasa por regiones inhóspitas, donde abundan criaturas monstruosas y seres humanos bestiales; en estos pasajes, se da la primera referencia a los trogloditas, los cuales "devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra". Al cabo de pocos días, las deserciones y motines desintegran la expedición; en breve, el protagonista tiene que huir y vaga por el desierto, confuso en pesadillas, solo, esperando la muerte.


Sin saber cómo ha llegado ahí, Flaminio Rufo se despierta, maniatado y sediento, en un nicho de piedra cavado en la ladera de una montaña. Al pie de ésta ve un arroyo turbio que corre por la arena, y a lo lejos vislumbra la "evidente Ciudad de los Inmortales". De inmediato, nota la existencia de otros nichos y de agujeros cavados en la arena contigua, de los cuales ve surgir a "hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos". Cree que pertenecen a la "estirpe bestial de los trogloditas". Insiste en el hecho de que no hablaran. Luego de arrojarse hacia el arroyo y beber, pierde el conocimiento, como Funes al caerse de un caballo. Una vez despierto, sin saber que ya es uno de ellos, porque ha bebido del río "que purifica de la muerte a los hombres", espera en vano que la compasión de los trogloditas acabe con él. Al fin se libera de sus ataduras, y decide conocer la Ciudad buscada. Pero con anterioridad se ha dado cuenta de que los trogloditas no duermen; primero atribuye su insomnio a la sospecha de que lo vigilan; luego, a haberles "contagiado su inquietud"; y es por eso que antes de partir, ora en voz alta "para intimidar a la tribu con palabras articuladas". Se puede suponer que el temor que Flaminio Rufo espera infundir al rezar es análogo al espanto que sintió el cocinero del amo de Yzur, cuando oye al mono hablar "verdaderas palabras": en ambos casos, la "palabra articulada" encierra un carácter monstruoso, de irrupción contranatural en un orden predecible de hechos.


Al iniciar su recorrido, que calcula será breve, nota que dos o tres trogloditas lo siguen. Recién a la medianoche llega al pie de las murallas de la Ciudad. Para entonces, solo uno permanece junto a él, y se alegra de estar acompañado. Sin embargo, Flaminio Rufo descubre que la Ciudad de los Inmortales, como si fuera la negación arquitectónica de Tebas12, "la de las cien puertas", no tiene una sola y que está levantada sobre una meseta de piedra cuyo "acantilado no era menos arduo que los muros" que la circundan.


Luego de vagar por un laberinto subterráneo de cámaras y pasadizos que se repiten, emerge a la Ciudad, recorre su diseño irracional y, habiendo olvidado cómo, abandona esa suma de incoherencias razonadas. Al salir, encuentra al troglodita que lo había seguido como "un perro" hasta la entrada de la caverna desde cuyo fondo el laberinto subterráneo se ramificaba. Flaminio Rufo decide "enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras", después de haber visto al salvaje dibujar torpes signos en la arena, pero especialmente al sentir una secreta conexión entre él y el "rudimentario troglodita"; además, determina su propósito la idea ingrata de vivir en soledad rodeado de hombres bestiales. Razona que si el perro y el caballo son capaces de reconocer algunas palabras, muchas aves, "como el ruiseñor de los Césares" (el loro), pueden repetir algunas. Bautiza a su acompañante "Argos", como el vetusto perro de Ulises. Recuérdese que Yzur, en su última agonía, llama al narrador "amo" y le pide "agua". Como este último, Flaminio Rufo pronto encuentra muchas dificultades al enseñarle a hablar al troglodita: "los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos", recuerda. Y coincidiendo con el destino de Yzur y Funes, de ser casi avatares de edades remotas, el aspecto de Argos infunde un aura de eternidad, pues es descrito echado en la arena como si fuera "una pequeña y ruinosa esfinge". E inmediatamente después, se revela la plena memoria que Borges mantuvo del cuento de Lugones: "recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los hagan trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos" . Nótese la casi identidad entre esta declaración y la del amo de Yzur: "los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje en los monos a la abstención, no a la incapacidad. ‘No hablan’, decían, ‘para que no los hagan trabajar’". A partir de este momento se puede identificar la afinidad entre el chimpancé y el troglodita: uno es el arquetipo del otro en el mismo sueño de la imaginación, en el que no coinciden meramente dos teorías o supersticiones, sino la misma inquietud metafísica.


Flaminio Rufo no logra que Argos hable; pasan los días y los años hasta que una mañana llueve y el misterio de la ciudad caótica y los hombres bestiales se dilucida. Ellos son los Inmortales, quienes a su vez construyeron la ciudad aledaña, y Argos, Homero. Imagínese la filiación que se puede establecer entre ellos y los simios. Ambas especies renunciaron al logos desde edades remotas; los simios para emanciparse del brutal dominio humano se condenaron a un "suicidio intelectual"; los Inmortales al "entregarse al placer más complejo, el pensamiento", prescindieron lenta y definitivamente del lenguaje. Pero el resultado en ambas "castas" es paradójicamente el mismo: humanidad trunca y bestial en los simios, humanidad degenerada y salvaje en los Inmortales. Yzur, como se ha intentado demostrar en este ensayo, enloquece y se enferma al recobrar, por medio del lenguaje, la conciencia humana que sus antepasados perdieron cuando aún eran hombres; solo la muerte puede redimirlo del vértigo existencial. Borges indica en el epílogo de El Aleph que el tema de El inmortal es "el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres". Flaminio Rufo declara que "el concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales", doctrina que los indujo a desperdigarse por el mundo en una fecha indeterminada del siglo X en búsqueda de la mortalidad; la razón, el hastío de ser sin vivir determinó su diáspora, pues: la muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último [. . .]. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y azaroso.


Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible [. . .]. No hay cosa que no esté perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.


Lo que la memoria absoluta es para Funes es la ausencia de la muerte para los Inmortales: no hay expectativas de vivir en lo inasible, en lo único, en lo efímero; en otras palabras, en la sucesión irrepetible de instantes. Flaminio Rufo e Yzur buscan una común redención mortal, una liberación del tedio o del horror. En el agua que Yzur pide en su agonía última puede prefigurarse el agua que despoja a los Inmortales de su infelicidad.


En conclusión, debe revalorarse la importancia de Las fuerzas extrañas en general, y de Yzur en especial, en la obra del escritor al que Borges llegó a reivindicar en sus últimos años. El cuento de Lugones, como se espera haber demostrado, no es solamente la historia cruel de un hombre de ciencia que enseña a hablar a un chimpancé para comprobar un "postulado antropológico"; es, más bien, una expresión de la encrucijada metafísica del ser humano. La mejor prueba de ello es que Borges, en algunos de sus cuentos, dilucidó estas implicaciones.