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12.25.2010

Macedio y Borges, "las ganas"

Macedonio vela por Borges


Extraido de un grupo secreto de escritores, periodistas y demás animalejos de facebook, titulado: "El grupo",


Publicado por su autora.



Un cuento para compartir.



LA CONTINUACIÓN DE LA GANA

(Intento de parodia respetuosa y humorística, con mucho amor por El viejo Macedonio y El anciano Jorge Luis).


Nadie puede negar que tropezamos con “la gana” en todos los momentos de nuestros días. “Nuestros días” es una forma bastante ambigua de llamar al tiempo, al transcurrir, al devenir, a la nada en otra dimensión. Entiéndase que era necesario comenzar esto de algún modo poco entendible, o por lo menos que así pareciese.


Pero la “continuación de la gana”, no puede ser un tropiezo en medio del camino temporal, más bien es la gana continua que no cesa. “La gana que no cesa”; así, tal cual, sin más, podría ser una obra en prosa, sin contexto, brevísima, con inmensidad poemática. Quizás metafórica, o no.


La verdadera belleza contiene el nacer y el morir, y la continuación de la gana es belleza. Entonces debe de encontrarse entre estas dos grandes verdades; o si bien, no “entre”, “en”. Pero, ¿dónde? ¿cómo aparece? ¿qué es? ¿Y si no tuviera que ver con el nacer y el morir? Porque el nacer y el morir comienzan y terminan, y apenas necesitan de un mínimo (“El” mínimo) espacio de tiempo para ser (no para acontecer). ¿Y si la gana fuera eterna?


Es probable que ningún relato o construcción conseguiría conmover de tal forma al lector, ni acercarlo tanto a una emoción verdadera y personal, como este texto sin contexto: La Continuación de la Gana.


Ayer muy de noche, tarde, habiéndome bañado (acto cotidiano de portarse bien con el prójimo y con uno mismo); intenté descifrar en tiempo, la continuación de la gana.


Aclaro (y sin meter al diablo en esto), que continuación, para mí, es todo aquello que puede ser eterno;  puede” no como posibilidad de serlo, sino como posibilidad de descubrir que siempre es. Y la gana es un sentir que involucra instinto e intelecto. La gana no es lo mismo que “las ganas”, aunque pertenezcan a la misma estirpe de eternidades y finitudes; algo así como primos de distinta raza o religión.


Para darle una idea al lector de la diferencia que yo hago, podría ejemplificar diciendo que las ganas son de uso cotidiano y varían de acuerdo a las circunstancias: ganas de dormir (porque tengo sueño), ganas de comer (porque tengo hambre), ganas de divertirme (porque estoy aburrido), ganas de amar (porque tengo amor), ganas de aprender (porque tengo ignorancias) ganas de hacer el amor (porque estoy hormonalmente excitado)…y así podría dar millones de ejemplos más, pero concluyo en afirmar que las ganas siempre tienen cómo justificarse.


Muchos pensadores y filósofos dirán que yo no entiendo nada de las “ganas”, pero nadie puede quitarme el derecho a pensar y tampoco a escribir (a menos que desaparezcan y me oculten con qué hacerlo, y de todos modos sería capaz de usar cualquier elemento hasta de mi propio cuerpo para lograrlo), todo aquello que me den las ganas; por lo que no voy tomarme el trabajo de pedir disculpas por nada de lo que aquí escriba, después de todo no escribo para la crítica, y si algún lector se atreve con esto, deberá hacerse cargo hasta el final, o dejarlo en este punto exacto.


Podría haber hablado de “La gana y su continuación”, pero esto implicaría, de alguna forma, que la gana tiene un comienzo, y para mí la gana es eterna. Siempre existió, siempre estuvo, nunca dejó de ser.


Ahora imaginemos; total que no es costoso, sólo se necesita tiempo, y eso sobra (también es eterno).


La historia que voy a relatar, comenzó en un viejo desván de Balvanera. Uno de esos ambientes oscuros, ubicado en una torrecita, de uso común, en un edificio de departamentos de tipo italiano; hablo de esos, construidos alrededor de una gran plazoleta seca, con enormes jarrones con plantas. Allí el Señor Hombre encontró, en una aburrida tarde de marzo, un ganasónero lleno de telarañas.


Por supuesto que el hallazgo no pareció importante en un primer momento. El Señor Hombre no sabía qué cosa era; pensó que se trataba de un aparatejo viejo, pero llamó mucho su atención el conjunto de algo así como finas agujas, pequeñas, y de diferentes tamaños que colgaban como péndulos. Ciertamente que no se preocupó demasiado en saber que uso tenía, porque era muy conciente de que su mundo era limitado, y pocas cosas sabía más allá de la simpleza de ser encargado de un edificio en Buenos Aires. Aclaro que además, no lo caracterizaba la claridad, por lo que debe suponerse aseguradas, todas las posibles  confusiones. El caso es que después de haber no hallado, y buscado en vano, a alguien que lo acompañara a ensayar el aparatejo encontrado, decidió, una tarde de domingo, ensayarlo él solo. Es necesario puntualizar que el Señor Hombre era poseedor de muchas ganas cotidianas; tal vez, algunas de más, para su espíritu no tan resuelto; el punto es, que de las ganas más frecuentes a los señores, era bastante ducho.


Antes, debo al lector una explicación de cómo llegué a conocer la gana, y de quién soy yo. Vivo en los altos de ese edificio de Balvanera, y una de las paredes de mi comedor linda con ese desván. Mis espacios están llenos de libros que compré, que heredé, que robé y muchos (la mayoría), que son parte de pagos recibidos por determinados trabajos de corrección en algunas de las editoriales donde he trabajado. Estos libros (de muy diferentes tamaños, por cierto), ocupan anaqueles, bibliotecas, estanterías, rincones en el piso, y un par de mesas. Es más, podría decirles que mi departamento de casi noventa metros cuadrados, es como un gran desván polvoriento y desordenado de libros, donde se puede además, encontrar una pequeña cama entre ellos. Los libros son: nuevos, viejos, rotos, ajados, antiguos y no tanto. Se puede encontrar desde una edición estrafalaria y nueva del Quijote, hasta copias de manuscritos de Mariano Moreno, o toparse con una Encíclica apócrifa, o la versión pornográfica de Alicia en el País de las Maravillas, pasando por todos los clásicos conocidos en sus idiomas originales, y libros de filosofía (de los “serios” y de los “baratos”) … lo importante es que sepan que hay de todo. Debajo de mi cama en bolsas de consorcio azules ( sí, existen, aunque pocos las conozcamos) también hay una importante colección de periódicos. Tan personal es mi desorden que no llega a encontrársele ninguna semejanza en detalle con ningún otro. Pasé gran parte de mi vida aquí, y nunca en tantos años encontré el recato suficiente, o un asomo de exquisitez o sensibilidad para ordenar este desorden, por lo que aprendí que era inordenable.


Una tarde de domingo, de un marzo de este siglo, escuché ruidos muy extraños del otro lado de la pared que daba al desván. Me refiero, cuando digo: extraños, a ruidos desconocidos; sonidos que no parecían provenir de ninguna acción conocida. No eran pasos, ni silbidos, ni cuchicheos de voces, ni ruidos parecidos a cuando se corren muebles o cosas. Tampoco podía ponerlos en la categoría de sonidos musicales, ni tribales, ni de llanto o risas o aullidos; en fin, que no eran sonidos ni ruidos molestos, pero tampoco de los otros. Que tampoco sé si eran sonidos o ruidos, más bien escuchaba sensaciones. Me di cuenta que para lo humano, o sea para los señores que éramos, no era sencillo y no existían certezas de lo que se sentía. O sea, que para mi inteligencia, tan fastuosamente venerada por mi madre, no existía pensamiento claro de lo que estaba sucediendo con mis sentidos.


El caso es que sin siquiera calzarme (suelo estar solamente con medias de algodón cuando estoy en mi casa), salí al oscuro pasillo, de ventanas sucias y vidrios esmerilados, y me dirigí hacia la puerta del desván, que se encontraba entreabierta.


Un calor apenas perceptible fue apoderándose de mi piel una vez que traspasé el escaso vano de la puerta del desván. El marco era de hierro, y sin embargo al empujar la puerta, sonó a madera. El piso también sonaba a madera, y crujía, sin embargo era de mosaicos. De esto hago mención, para que el lector pueda acercarse de alguna manera al entendimiento de saber que no todo lo que yo sentía parecía lógico.


El Señor Hombre se encontraba frente al aparatejo. Perplejo, inmóvil, sin aliento. Casi parecía un muñeco inerte sentado en esa silla de mimbre llena de agujeros.


Mi primera reacción fue pronunciar su nombre desde unos metros de distancia; lo hice varias veces y subiendo discretamente el tono, ante la falta de reacción del Señor Hombre.


Con mi alma de bibliógrafo a cuestas, me dirigí hacia el Señor Hombre, para sacudirlo y comprobar, si fuera necesario, que estaba sin vida, pues eso aparentaba. Tengo que decirles que muchas veces ya me he topado con la desagradable tarea de hallar cadáveres, por lo que si bien no me produce placer alguno, me es familiar y no me causaba ningún temor. Hablo además de mi espíritu bibliófilo, porque mi imaginación (en solo cinco pasos), me trajo imágenes superpuestas de la Enciclopedia Británica, del Orbis Tertrius, del Aleph, del Aurín, del Santo Grial y hasta del Decamerón (por la forma y pose en que el Señor Hombre tenía su mano), y de muchos otras ficciones que no puedo identificar todavía.


Apenas puse mi mano en el hombro del Señor Hombre, éste pareció despertar y casi susurrando me dijo que el aparatejo estaba “endemoniado”. Lo más llamativo era que no se lo veía asustado, más bien su mirada irradiaba un alto grado de placer que me trasmitía, al simple contacto entre los dos. Sobre una mesa de árbol de nogal, fuerte y vieja, se encontraba el aparato en cuestión. Comprobamos que entenderlo nos llevó tan sólo el echarlo a andar, y eso consistía tan sólo en dar un pequeño envión a las pequeñas agujitas pendulares. Entonces las ganas conocidas se sucedían con velocidad escalofriante y eso nos llenaba de ansiedad y frustraciones incontrolables, pero a cada frustrada gana correspondía una satisfacción de velocidad similar.


Estuvimos largo rato produciéndonos ganas y satisfaciéndolas. No existía un límite para entender cuando era frustración y cuando satisfacción. No había paso de tiempo ni de sensación que nos permitiera detectar una de otra, y así se convertían en una confusión inagotable y encontrada de sensaciones nuevas aunque  conocidas; tanto que terminó extenuándonos y decidimos, entre los dos, detener el movimiento de las agujas.


Reímos y lloramos, no sabíamos muy bien como expresarnos, pero no existieron demasiadas palabras.


Pronto nos percatamos de que sobre las agujas pendientes, había una aguja bastante más gruesa, aunque también pequeña, que estaba sujeta desde su base, es decir a diferencia de las otras, no pendía; y que si bien podíamos hacer que ella también se moviera como péndulo, debíamos primero destrabarla, pues como los
viejos cronómetros musicales, estaba sujeta.


Nos miramos, era evidente que el Señor Hombre no había experimentado con ella todavía; entendiendo la invitación a ensayar nuevamente juntos, algo que prometía ser tan atrapante como lo anterior, arrimé un cajón a modo de asiento, y me dispuse a probar lo que fuese al lado de mi nuevo compañero. El asombro de vernos nacidos, de vernos antes de nacer, de conocernos, de existir…todo eso y mucho más partían de la gana, pertenecían a ella. La gana era enormemente inalcanzable, luminosa y silenciosa. Era un motor de
apariencia almístico, y por supuesto místico; con un sabor que podíamos degustar intensamente en medio de tanto éxtasis desencadenante de más y más extasis diferentes. La gana lo abarcaba todo, épocas, nostalgias, tiempo, sensaciones, dolores, la historia eterna del planeta y de lo no nacido, la gana era el poder absoluto de todo, la continua gana; interminable, eterna, en definitiva: la gana de siempre.


Allí quedamos, todo el día y la noche. Nunca supimos cual de los dos detuvo la aguja dorada.


El aparato, permanece allí trabado con miles de alambres y cintas. Dentro de una caja de madera y cerrada con cerrojo de combinación. Cada día, por las mañanas, nos encontramos el Señor Hombre y yo, para idear como deshacernos de ella, y nunca lo hacemos por temor a perder las ganas. Lo llamamos ganasónero, por ponerle algún nombre. Sabemos que no debería estar allí; sabemos que no nos pertenece. Pero sabemos que el aparatejo es nuestro, como la gana, que continúa.


Si alguien cree que este relato es metafórico, sepa que no está en lo cierto.



Alicia Muzio

Gracias, Nastenka ;)

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