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11.27.2009

Itinerario de Juan Baustista Alberdi


Perteneció a la generación fundacional de las instituciones de la República. Fue eminente por la capacidad de anticipación jurídica constitucional y por la decisiva influencia intelectual que ejerció sobre el Congreso General Constituyente entre 1852 y 1854, sentó las bases de la organización política de la Argentina, perfeccionada en 1869.

Nació tres meses después de la Revolución de Mayo, un 29 de agosto de 1810, en San Miguel de Tucumán, en el hogar formado por Salvador Alberdi –vizcaíno que llegó al Río de la Plata- y Josefa Aráoz. Declarada la Independencia en 1816, pidió la ciudadanía, que le fue acordada el 29 de octubre de ese año.

Siempre permaneció en la memoria de Juan Baustista la presencia en Tucumán de Manuel Belgrano, quien: “hizo de mi padre su mejor amigo… Cultivó su amistad y frecuentó su casa. Con ese motivo yo fui a menudo objeto de los cariños del gran hombre”.

A fines de 1824, Alberdi dejó su ciudad natal con rumbo a Buenos Aires, en cuya Manzana de las Luces lo aguardaban el Colegio de Ciencias Morales y la Universidad. En aquel, en condición de becario, realizó los estudios preparatorios, después vendrian los años de la jurisprudencia y de la creación musical, para lo que se mostró bien dotado. También fue en esa época en que muchos jóvenes, algunos llevados como de la mano por Juan María Gutiérrez, se unieron en torno a Esteban Echeverría. De uno y de otro escribirá Alberdi, años después, lo siguiente: “Ejercieron en mí ese profesorado indirecto más eficaz que el de las escuelas, que es el de la simple amistad entre iguales. Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones, fueron un constante estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo con diversiones y pasatiempos del mundo. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu”.

1837 fue un año importante en la vida del joven tucumano. En sus comienzos publicó Fragmento preliminar al estudio del Derecho, en sus páginas desarrollaba ideas que tiempo después ocuparían posiciones concretas. En un domingo de junio quedó inaugurado en la librería de San Marcos Sastre, el Salón Literario; siendo Alberdi, uno de los oradores de la jornada. El 18 de noviembre vio la luz el primer número de La Moda, periódico del que fue principal redactor y en cuyas columnas publicó artículos firmados por “Figarillo”, seudónimo por él escogido como homenaje a la memoria de Mariano José de Larra, el Fígaro español propio, muerto por mano propia meses antes.

En mayo de 1838 se inició el conflicto entre el gobierno de Buenos Aires y el de Francia. Poco después nacería la Asociación de la Joven Argentina, logia de miembros juramentados que deseaban “consagrar sus esfuerzos a la libertad y felicidad de su patria, y a la regeneración completa de la sociedad argentina”. Echeverría, Gutiérrez y Alberdi eran los principales dirigentes de estos jóvenes que ni deseaban subordinarse a ninguna de las antiguas facciones políticas ni aceptar el gobierno de Juan Manuel de Rosas, a quien consideraban imagen viva de la contrarrevolución y el despotismo. De las deliberaciones con el “Dogma socialista de la Asociación de Mayo”, cuyo texto se imprimiría en Montevideo, gestión que se le encomendó a Alberdi. Este se marchó de Buenos Aires el 23 de noviembre de 1838, haciéndolo con la esperanza de pisar suelo nativo en un plazo breve por creer que no pasaría mucho tiempo sin que los veteranos de las guerras de la Independencia y los jóvenes diesen por tierra con Rosas y su régimen. Al irse no pasó por su cabeza la posibilidad de que su alejamiento se prolongase cuatro décadas.

Algo menos de un lustro residió Alberdi en Montevideo, donde fue abogado, creador de obras literarias y periodista. Allí, él, Echeverría y Gutiérrez continuaron siendo los dirigentes del grupo juvenil que, aislados de los viejos unitarios también exiliados, dio vida a la Asociación de Mayo. Junto con Gutiérrez, precisamente, se marchó a Europa en abril de 1843, en momentos en que la amenaza federal se cernía sobre Montevideo, actitud que no le perdonarían algunos de los que hasta entonces habían sido sus amigos y admiradores, Sarmiento entre ellos.

Poco después sobrevino la polémica con Sarmiento, quien, otra vez, estaba en Chile tras haber roto con el vencedor de Caseros. El sanjuanino publicó el libro Campaña en el Ejército grande, y Alberdi comenzó a escribir su respuesta en forma de epístolas, reunidas en un volumen con el título común de Cartas sobre la prensa y la política militante de la República Argentina, más conocida como Cartas guillotinas, por el lugar donde fueron creadas. Las contestaciones de Sarmiento serán reunidas por este en Las ciento y una. Para Manuel Lizondo Borda, “Alberdi con toda serenidad paró los golpes y dio estocadas mortales con la elegancia del más consumado esgrimista”.

Alberdi dejó Chile a mediados de 1855. El entonces presidente de la Confederación, general Urquiza, lo había designado encargado de negocios ante los gobiernos de Francia, España, Italia e Inglaterra. Desempeñó su misión por casi siete años, dedicando ese lapso a conseguir el apoyo de esas naciones para el gobierno de Paraná. La gestión diplomática de Alberdi concluyó en 1812, tras ser declarado en receso el gobierno confederal y asumir Mitre provisionalmente el Poder Ejecutivo Nacional.

En adelante, Alberdi, que rersidía en Europa, ejerció intensamente su profesión de abogado. En 1865 tomó estado público su apoyo a Francisco Solano López, el presidente de Paraguay cuando este país se enfrentó con la Triple Alianza. Obviamente, esta actitud de Alberdi lo llevó a tener frecuentes choques con sus compatriotas y a ser objeto de reiteradas censuras.

Con el correr de los años –y ya eran muchos los que sumaban su edad- quedó reducido a la soledad, en particular, cuando ya no quedaba ninguno de los que habían fundado la joven Argentina. Mientras tanto, en los armarios se iban acumulando copias de cartas, borradores de artículos y textos originales para componer un libro o un folleto, todo ese conjuntos de manuscritos que se publicarían después de su deceso con el título de Escritos póstumos. En realidad, se haría contra su voluntad porque dejó dispuesto que nada viese la luz y que todo se destruyese. Señalemos que por esta vía fueron conocidos libros como El crimen de la guerra, cuya difusión dio lugar a discusiones aún subsistentes, y un curioso ensayo que propugnaba la restauración monárquica en la América española.

8.23.2009

Alberdi y la Constitución de 1853




Por Germán J. Bidart Campo, para La Nación, Buenos Aires, 1984

Cuando se analiza la historia política y constitucional argentina, por lo menos a partir de 1810, y cuando ese análisis pone énfasis en las distintas líneas de doctrina que circularon en el ambiente, y se reflejaron en la estructura social, se puede llegar a ponderar a la Constitución de 1853 como un producto histórico influido y condicionado por multiplicidad de causas y factores vernáculos que incidieron en nuestro medio.

La inspiración ideológica en autores extranjeros, o en modelos normativos que, como el de Estados Unidos, tuvieron repercusión universal, no desmiente el carácter autónomo de nuestra Constitución, si damos por cierto que el constituyente tamizó todos los aportes que venían desde afuera a través de fuentes propias de nuestra sociedad y de nuestra cultura. No habría que reparar más que en nuestro federalismo para comprender que algunas fórmulas de la Constitución sobre el tema guardan similitud con las correspondientes del texto norteamericano, la “razón” histórica por la cual nosotros adoptamos la forma federal es diametralmente distinta de la que motivó análoga estructura en la república del Norte.

El constituyente de 1853, que conocía a Alberdi, que conocía su pensamiento, sus obras y sus Bases, se manejó con el mismo criterio de realismo jurídico y político que adornaba al jurista tucumano. Alberdi también fue componiendo paulatina y progresivamente su ideario político, y cuando le llegó el momento de adaptarlo al urgente proyecto de la organización de nuestra unidad federativa volcó a su modelo ideas concretas y planes prácticos, que no habían surgido de racionalismos de gabinete ni de idealismos desapegados de la realidad sino de una observación profunda, de una interpretación sagaz y de una recolección amplia de nuestros antecedentes.

Que las Bases hayan sido el brevario de la Constitución, o que su autor haya sido el padre putativo de esta, de ninguna manera significa que el texto del 53 sea un remedo del pensamiento alberdiano. No sería buen homenaje a su memoria el que se le tributara asignándole el protagonismo esclavista de ser autor o único inspirador. Y no lo sería porque él fue el primero en reconocer y rescatar una pluriforme convergencia de factores, causas y antecedentes en la matriz donde luego abrevó el Congreso Constituyente de Santa Fe para elaborar la constitución. En cambio es innegable que a Alberdi le debemos la síntesis o sinopsis de doctrina y de programa para el modelo constitucional, porque lo indujo con un realismo no exento de racionalidad y de valoración, computando las características y la fisonomía de nuestro medio y de nuestra tradición hispano-indiana y criolla. Fue el vocero que resumió ideas muy caras a la doctrina de Mayo y a la generación de 1837, y que las compaginó en un plan idóneo para plasmar la república unificada en federación y en democracia.

Su conocida advertencia de que Dios da a cada pueblo su constitución o manera de ser normal, como la de cada hombre, se combina muy bien con su crítica a la manía sudamericana de dar leyes y decretos. La civilización no se decreta, dice Alberdi. Y entonces se pregunta cómo hacer de nuestras democracias en el nombre, democracias en la realidad; y cómo cambiar en hechos nuestras libertades escritas y nominales.

7.30.2009

Enrique A. Abella

Para La Prensa, 26/10/1952

Aquel que pone para toda cosa
panoramas de vida en armonía,
creó para tus pies el mediodía,
para tu alma el rumbo de la rosa.

Trigales cantan en tu espera ansiosa,
espinas sangran en tu noches frías...
pero aquél de la gran sabiduría
te hizo fuerte, sensible, numerosa:

porque para que vengan de tus manos
los caminos de todas las virtudes
y los signos de todos los consuelos,

fue necesario que los meridianos,
fue necesario que las latitudes
te crearan del alma de los suelos.

4.16.2009

Don Pedro de Mendoza. Fundador de la Ciudad del Espíritu Santo



Monumento a don Pedro de Mendoza

La primera Buenos Aires renació en la segunda, la fundada el 11 de junio de 1580, con el mismo nombre para el puerto y la misma invocación empleada por don Pedro de Mendoza.

Por Enrique Gandía, para La Nación, Buenos Aires de 1982.

La historia argentina ha necesitado 400 años para saber que Buenos Aires fue una ciudad fundada el 3 de febrero de 1536. Tenemos la obligación de probar que la primera Buenos Aires de don Pedro de Mendoza, fue una “ciudad”, no solamente un puerto, que hubo un puerto y una ciudad que ambos fueron fundados, que existió un Cabildo, que los regidores se hallaron en Bs. As. Y que la fundación se realizó el 3 de febrero de 1536 y no el día anterior.

En otras palabras: la primera Buenos Aires renació en la segunda con el mismo nombre para el puerto y la invocación con que se hizo la fundación. Esta afirmación debemos exhibirla en primer término para partir de hechos seguros. Es Juan de Garay quien lo dice en el acta del 11 de junio de 1580. Estaba “en este puerto de Santa María de Buenos Aires, que es en las provincias del Río de la Plata, intitulada nuevamente la Nueva Vizcaya”. Juan de Garay, vizcaíno, de Orduña se hallaba con su gente, “en este puerto de Santa María de Buenos Aires”. No dice que haya fundado un puerto ni que le haya dado nombre.

El puerto se llamaba así desde los tiempos de Pedro de Mendoza. Luego hizo la fundación “En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero”. Y la ciudad “mando que se que se intitule la ciudad de la Trinidad”. Nótese bien que no la llamó Buenos Aires. La llamó Trinidad: nada más. El puerto, repetimos, desde antiguo se llamaba Buenos Aires. Dos cosas: el puerto y la ciudad: el puerto de Buenos Aires y la ciudad de la Trinidad: nada más.

Insistimos en que, como dice Garay, estaban en el puerto, no en la ciudad. Y desde el puerto, terminadas las ceremonias, se trasladaron todos a la plaza pública de la ciudad. Pues bien: este puerto de Buenos Aires y esta ciudad de la Trinidad, que Garay volvió a dar vida, eran los que existían desde don Pedro de Mendoza. Nos corresponde, ahora, probar que don Pedro de Mendoza fundó una ciudad y un puerto, que el puerto se llamó Nuestra Señora del Buen Aire o de los Buenos Aires, que la ciudad tuvo el nombre de Espíritu Santo y que la fundación del puerto y la ciudad fue el 3 de febrero de 1536.

El tesorero Hernando Montalvo, al referirse a la población de San Salvador, explicó muy bien que: “donde no hay alcalde y regidores no se puede llamar pueblo”. El término ciudad no se usaba con tanta frecuencia como pueblo. En las Ordenanzas de Poblaciones, de 1523, los reyes indicaban cómo debían establecerse las nuevas ciudades, pero no empleaban el término ciudad, sino el de “pueblo” y “asiento”. Por tanto cuando algún testigo declara que estuvo en la fundación del puerto y pueblo de Buenos Aires significa que vio cómo Pedro de Mendoza realizó el acto de fundar la hoy llama ciudad.

Sabemos que la fundación existió porque lo dicen, bajo juramento, muchas personas que estuvieron en la ceremonia y vieron la fundación.

He aquí algunos testimonios: Hernán Báez, en una probanza de Alvar Núñez, declaró que “vido como el dicho don Pedro de Mendoza mandó asentar e fundar el dicho puerto e pueblo de Buenos Aires e este asiento para hacer la fundación del dicho puerto, y no se puede hallar ni se halló otro mejor asiento ni tal como la parte donde fue asentado el dicho pueblo e ansí lo mostró porque este testigo estuvo e residió siempre en el dicho puerto de Buenos Aires”. He aquí un hombre que vio asentar y fundar el puerto y el pueblo de Buenos Aires, dos lugares diferentes.

Podemos confirmar el hecho de que el puerto era una cosa y la población o el pueblo, otra. Con el testimonio de Pedro Hernández, en los “Comentarios de Alvar Núñez". Dice que Pedro Estupiñán Cabeza de Vaca, primo del adelantado, “Fue en demanda del puerto de Buenos Aires y en la entrada del puerto, junto donde estaba asentado el pueblo, halló un mástil…”. Otra vez Pedro Hernández, secretario de Alvar Núñez, cuenta que este recomendó a Felipe de Cáceres que “entrasen por el río que dicen de la Plata a visitar el pueblo que don Pedro de Mendoza allí fundó, que se llama Buenos Aires”. Conste que, según Hernández, Mendoza fundó “el pueblo que se llama Buenos Aires”. Por su parte Alvar Núñez confirma que Irala y Cabrera “habían despoblado el puerto y pueblo de Buenos Aires que estaba sentado y fundado en el río Paraná”. Otra vez la distinción entre “puerto” y “pueblo” fundado. No es este un dato aislado, Alvar Núñez en su Relación General, repite en otros lugares que encomendó a Cáceres que visitase “el pueblo que don Pedro de Mendoza allí asentó…” y que Irala y Cabrera “habían despoblado el puerto y pueblo de Buenos Aires que estaba asentado y fundado en el río Paraná”. Un testigo, Francisco Timón, recuerda que Mendoza “edificó un puerto do dicen Buenos Aires, un pueblo”. Siempre la prueba de que en nuestro río había un puerto y un pueblo –dos cosas- y que el pueblo había sido edificado o fundado. En efecto: nada menos que Juan de Salazar, fundador del fuerte de la Asunción, depone que si Alvar Núñez hubiera entrado por el Río de la Plata se habría perdido “por haber levantado el dicho pueblo que allí estaba fundado”: Francisco de Villalta, que anduvo en todos estos hechos, como los anteriores, dice que, llegado Mendoza a la isla de San Gabriel, “mandó poblar el pueblo de Buenos Aires”. Otro hombre que vivió estas andanzas, el clérigo Luis de Miranda, “vido cómo (Mendoza) asentó pueblo e puerto en el dicho río Paraná que se dijo Santa María de Buenos Aires”. Gonzalo de Mendoza refiere los trabajos que hizo en Buenos Aires, “donde primeramente (Mendoza) fundó y asentó su real pueblo. Simón Jacques también: “vido asentar pueblo e puerto”. El jesuita Antonio Rodríguez recordó que los conquistadores saltaron en tierra “para edificar una ciudad” y que dejaron en la “La ciudad sepultura de muertos…”.

No tenemos otros testimonios. En la notificación de Cabrera a los oficiales reales, el 30 de enero de 1539, consta que estuvieron “presentes en la plaza pública, junto a la Iglesia de dicho puerto…”.

El puerto y la ciudad

El puerto, nadie discute, pues consta en innumerables documentos, se llamaba Nuestra Señora de los Buenos Aires o del Buen Aire. La ciudad, dijimos, fundada por Mendoza junto al puerto tenía por nombre El Espíritu Santo. Hemos descubierto este hecho, lo exhibimos hace años y nadie lo negó. Se trata, repetimos de un descubrimiento que termina para siempre con todas las dudas y demuestra que Pedro de Mendoza fundó un puerto con el nombre de Buenos Aires y una “ciudad”, también llamada “pueblo", con el nombre de Espíritu Santo. Son los dos nombres que pasaron acta de Juan de Garay cuando fundó la segunda ciudad de Buenos Aires. He aquí el documento terminante: es el Testimonio del proceso formado por el tesorero Gareí Venegas y el contador Felipe de Cáceres ante el teniente gobernador Francisco Ruiz Galán contra el genovés León Pancaldo por haber introducido dos esclavos negros. Comenzó “en el puerto de Nuestra Señora Santa María de Buen Aire, en la Provincia del Río de la Plata, el primero día del mes de julio del nacimiento Nuestro Señor Jesucristo de mil e quinientos e treinta e ocho años” y, tras muchas actuaciones, el 8 de agosto de 1538, leemos lo siguiente “E después de lo susodicho, en el dicho puerto y Cibdad del Espíritu Santo, el señor teniente gobernado…” Hemos leído “puerto y Cibdad del Espíritu Santo. Por algo Juan de Garay encabezó el acta de fundación de la segunda Buenos Aires “en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espriítu Santo”. El Espíritu Santo venía desde la primera fundación. Este Espíritu Santo tomó la forma de paloma en el escudo de la segunda Buenos Aires dado por el Cabildo, el 5 de noviembre de 1649.

Falta probar que en esta ciudad del Espíritu Santo había un Cabildo y vivían algunos regidores. Los reyes pensaron en los futuros vecinos de las ciudades que fundase don Pedro de Mendoza y le dijeron: “Concedemos a los dichos vecinos e pobladores que les sean dados por vos los salares en que edifiquen sus casa y tierras y caballerizas y aguas prudentes para personas”: También podía distribuir encomiendas de indios. Pues bien, Carlos V nombró los regidores que debían constituir los cabildos de las ciudades que fundase Mendoza. Lo hizo a mediados de 1536. Hemos conocido los nombramientos de 39 personas. El cronista Antonio de Herrera enumeró otros 29. unos fueron nombrados regidores en el pueblo donde residieron el gobernador y ofiales del Río de la Plata. Otros “del segundo pueblo que se poblare”. Y otros del tercer pueblo. Algunos que no pudieron embarcar, pidieron prórroga para presentase en el cabildo del pueblo donde residiese el gobernador. Otros que llegaron después del término fijado, no fueron admitidos por el Cabildo de Buenos Aires y pidieron que se les renovase el nombramiento, uno de los casos fue el de Hernán Rodríguez. Otros conquistadores que también llegaron después la fechas que se les había indicado, recibieron nuevas órdenes para que fuesen admitidos en los cabildos. Todos estos nombres son posteriores al regreso de la nave en la que murió Pedro de Mendoza. En España se sabía que en Buenos Aires había un Cabildo; de lo contrario no se habrían expedido esos nombramientos. Pero hay mucho más: la prueba de que el Cabildo no solo existió, sino que funcionó y que el alcalde de primer voto –el primer alcalde de Buenos Aires- fue Juan Pabón de Badajoz. El escribano del Cabildo de Buenos Aires, de 1594, encontró estos nombramientos y, sin duda, muchos otros documentos, y el 11 de de agosto de ese año publicó la lista de los señores alcaldes y regidores del Cabildo:

Los primeros alcaldes:

Juan Pabón, Tomás de Castro

Los primeros regidores:

Francisco López Rincón, Antonio Ayala, Fernando de Molina, Juan de orue, Gaspar de Quevedo, Luis de Hoces, Antonio de Monte Herrera, Tomás de Armentariz, Juan de Santa Cruz (alguacil mayor); Rodrigo de Villalobos (procurador).

Ana Cristina Misenta

3.24.2009

Carlos Pellegrini

La correspondencia en el campamento

Por Carlos Pellegrini

La vida se deslizaba estéril e inactiva en la monotonía de un largo campamento. Los espíritus más juveniles se sentían enervados por la inacción, bajo la opresión de un sol canicular que fatigaba el cuerpo y engendraba en la tierra, húmeda y caliente, todas las alimañas inventadas para la mortificación del hombre. Nubes interminables de moscas hacían insoportable la vida en las horas del día, y al caer la noche, mangas de mosquitos zancudos, de grillos, de vinchucas hacían oír sus zumbidos y chirridos irritantes, con que parecían llamarse o invitarse al festín de la sangre.

Tenían, sin embargo, esos días de inacción y de nostalgia sus momentos de alegría y de íntimo placer, sólo comprendidos por el que los sintiera alguna vez. Un toque de corneta lanzado desde las carpas del Estado mayor, repetido por las trompas de la división, de regimiento y de cada cuerpo, hacía circular por el ejército un estremecimiento de alegría. ¡Correspondencia! ¡Cuántas emociones agitaban el alma del soldado, desde el genral al recluta, al vibrar en los aires ese toque tan grato, que sonaba como un eco del lejano lugar!

En cada cuerpo, un ayudante abandonaba apresuradamente la carpa, y ciñéndose la espada en el camino, recogía al pasar un par de voluntarios entre cien que se ofrecían, y se dirigía apresurado al Estado Mayor, para regresar con la preciosa carga, que esperaba de pie y ansioso el regimiento entero.

En todo el campamento, el día de la llegada del correo era día de movimiento, de variadas emociones, de alegrías, de tristeza a veces, por la voz de afecciones lejanas que venía a despertar en nuestro seno fruiciones o penas ocultas. Esa mal trazada carta a la amdre, rebosante de cariño, mojada a veces con una lágrima –gota de un mar de ternura-, incoherente por la abundancia de lo que se quiere decior de una vez, todo junto, como si el correo fuera a partir dejando algo sin expresar de ese cariño inagotable; con una posdata que anunciaba la encomienda cuidadosamente preparada y destinada a alegrar más de una hora, convirtiendo en suntuoso banquete el escaso y pobre rancho diario que se ofrecía entonces, sin intendencias lujosas, por una patria pobre a quien con gusto se le daba todo sin pedirle nada. Venía también la carta del padre, que se esforzaba por mostrar seriedad varonil, no pudiendo, sin embargo, disimular su ternura en los mismos severos consejos dados al niño-soldado, declarado hombre de improviso por la ley y por el deber.

A ese ranchito de junco habían llegado también la carta de una madre con su encomienda, y la carta del padre que ocultaba entre sus hojas, cuidadosamente doblado, uno de esos billetes del Banco de la Provincia, amigos de nuestra juventud, rosado, nuevo, hermoso, derramando promesas y alegrías.

¡Gran día!, el contento rebosa en todos los cuerpos. Los oficiales se reúnen en grupos y se invitan al gran banquete de las encomiendas, que en su variedad llenan un menú pantagruélico que se devora en un día con la feliz despreocupación de la juventud.

-¿Y mañana? -¡bah! Será otro día, y se contentarán con el pedazo de carne flaca, única ración que recibía el soldado argentino, salvo los días en que no la recibía. ¡Entonces nadie se quejaba!...

Publicado en la Revista de Derecho, Historia y Letras, Bajo el título de “Treinta años después”, 1896.

3.15.2009

Calles de Buenos Aires

Por Ricardo M. Llanés
La Nación, Buenos Aires, 29 de enero de 1969

Todavía en 1916 no resultaba desacertado repetir con respecto a Buenos Aires aquello de ciudad monótona por su continuada similitud de manzanas sin atractivo alguno; pero actualmente, con su centro Geográfico ubicado fijamente por la Dirección General de Catastro de la Municipalidad exactamente en la finca Nº 1023 de la calle Avellaneda, entre de Cucha - Cucha y General Martín de Gainza, aquel parecer no podría ni siquiera insinuarse en razón de que nuestra metrópoli constituye, no solo por lo multiforme y la variedad de estilos de su edificación cuanto por el orden y diversidad configuradas, una de las capitales de mayor originalidad en sus lineamientos generales de la América del Sur.

En cualquiera de sus barrios puede darse hoy el trazo de la cueva o de la diagonal, gratos al encuentro del pasante no vecino, por su misma desigualdad de línea urbana. En algunos de ellos es el camino ancho que deja ver sus esquinas de figuras triangulares como las que se encuentran en la avenida San Martín, o con los puentes de considerable altura y longitudes gigantes, tales el que vemos en esta misma avenida; el otro en la denominada Sáenz, de color puramente hispano, y el que corre entre las de Almirante Brown y Necochea, con rumbo a los pueblos de Avellaneda, Sarandí y Quilmes.

Más que por los numerosos parques, plazas y jardines, la ciudad nos resulta hermosa por sus rincones atrayentes; los amables refugios que aún no han sido invadidos por los multitudinarios conductores de los diferentes como resonantes modelos de cuatro ruedas. Nos referimos a los entrecruzamientos de callejuelas que contribuyen a que la nota urbanística ofrezca una cierta variedad sorpresiva, como la escalinata del pasaje Server, o como aquellos que se dan en la zona de Nueva Pompeya y rincones de Palermo Chico. Y si Buenos Aires cuenta con avenidas de terrenos extenso y llano como lo es el de las nombradas Cabildo, García del Río, José María Moreno, Corrientes, Francisco Beiró, Pedro Goyena, Gaona, Montes de Oca (desde Martín García hasta el Riachuelo), de los Constituyentes, Castañares, etc., también presenta aquellas de pronunciadas curvas, como las que vemos en las de Córdoba, Borrego, Las Heras, Centenera, Santa Fe, Juan B. Justo y Perito Moreno, entre otras; de subidas y bajadas que se pronuncian en las de San Juan, Canning, Directorio, Boedo, etc., no faltando la de forma de abanico abierto que conforma la hoy llamada Estado de Israel, que recuerda el antiguo camino de carretas rumbo al pueblo de Moreno. Y si de las nombradas avenidas La Plata, Las Heras, Castro Barros, Carabobo, Avellaneda y Cabildo (desde Monroe hacia el oeste), desaparecieron las viejas alamedas frondosas que todavía recordaban los días del Buenos Aires de color rural, felizmente restan otras como las avenidas De los Incas y Salvador María del carril, que pueden admirarse en algunos de sus tramos por la estampa de sus jardines de expresivo corte inglés.

Veamos ahora algunos de los detalles que contribuyen a destacar la nota urbana de la ciudad porteña.

Tres avenidas diferentes

A poco que nos interesemos no dejan de llamarnos la atención, porque siendo una de la más corta, la otra es la más ancha y la tercera la de mayor longitud. Estas tres avenidas son las denominadas, Manuel Quintana, 9 de Julio y General Paz. La primera, llamada República hasta 1907 (y anteriormente Calle Larga de la Recoleta, como lo quería la voz de la tradición) es avenida solamente en el trayecto de dos cuadras, dado que etimológicamente considerado, “avenida es un camino ancho con árboles a sus lados” y esto lo configura la llamada Manuel Quintana, desde Callao hasta la de Junín. La 9 de Julio, que es nuestra más anchurosa vía urbana (140 metros), ofrece la originalidad de constituir una avenida sin esquinas, no obstante extenderse dentro del antiguo núcleo más compacto del damero porteño. La 9 de Julio carece de ochavas edificadas, vale decir que no presenta construcción arquitectónica alguna en ninguno de los encuentros con sus transversales. Esta avenida, que con mayor propiedad consideramos alameda, ya que se llama Paseo de las Américas al conjunto de plazoletas en ambos lados de esta, nos sorprende con esta nota de curiosidad, pues los edificios que se levantan paralelos a su ruta, no le corresponden, dado que son los que dan sus estampas a las calles Carlos Pellegrini, Bernardo de Irigoyen, Cerrito y Lima. Y, si es verdad que vemos en ella la colosal de la fábrica del Ministerio de Obras Públicas, tampoco esta se levanta en una esquina y sí en el mismo terreno que antiguamente daba paso a la famosa calle Del Pescado, la que conocimos siendo ya Pasaje Aroma y que desaparecería con motivo de levantarse la monumental construcción. Y digamos que el tramo de esta avenida (Bartolomé Mitre a Tucumán) que fue en liberarse al servicio público, quedó inaugurado el 12 de octubre de 1937 por el intendente municipal doctor Mariano de Vedia y Mitre, a quien le tocó llevar a la realidad el viejo proyecto que presentara en 1861 don Francisco Seeber, intendente a su vez entre los años 1889 y 1890, y a quien habrá que recordar como uno de los precursores empeñados en realizar la obra que otros más afortunados pudieron llevar a los mejores fines: don Torcuato de Alvear, la avenida de Mayo; don Joaquín S. de Anchorena, la Diagonal Norte (Presidente Roque Sáenz Peña) y don Carlos M. Noel, la avenida Costanera (desde Brasil a Viamonte).

Con respecto a la avenida General Paz (…) su longitud actual, pues aún falta el tramo que deberá unirla con la avenida Costanera, es de 23 kilómetros y medio. En la punta sudoeste de esta avenida se encuentra el llamado Puente de la Noria, y ahora nos resulta muy oportuno el hecho de aclarar en obsequio de la verdadera ubicación del lugar histórico, que el antiguo Puente de la Noria no se encontraba en ese punto y sí entre las actuales calles Telier y Cañada de Gómez.

El laberinto urbano

La ciudad a cuya transformación hemos asistido durante el correr del último siglo, presenta aquí y allá la nota amable de sus calles y pasajes con escalinatas que permiten bajar a ellos, como al nombrado Server; o subir a las que s encuentran dentro del perímetro que abarcara la quinta de Hale (Las Heras, Pueyrredón, Agüero y avenida del Libertador), que fuera adquirida por la Municipalidad en mayo de 1906, para convertirla en paseo público. El gran Parque del Centenario, dentro de su enorme circunferencia, ofrece una configuración de estrella, y allá en Republiquetas, del 5500 al 5900, los pasajes se encuentran y se entrecruzan formando atractivas líneas que tanto hubieran sido del agrado de los artistas, escritores, poetas y músicos que fueron Rogelio Irurtia, Carlos Enrique Pellegrini, Alberto Gerchunoff, Miguel A. Camino, Macedonio Fernández, Alfonsina Storni, Constantino Gaito, Alberto Williams y Baldomero Fernández Moreno, cuyos nombres jerarquizan la armonía de color campestre de ese espléndido lugar.

Pero donde aquellos dibujan recovecos, vueltas de trazos oblicuos, rectos y diagonales, sugiriendo la figura de un curioso como atrayente laberinto, es en el barrio llamado Parque Chas, con sus conjuntos de graciosas casitas y elegantes chalets que, lo suponemos, fueron armoniosamente concebidos con la categoría propia de la familia constructora del hogar moral, moral y socialmente considerado. Este barrio al que se entra y de primera intención no se acierta a salir de él, es original no sólo por sus callejuelas de laberinto: lo es a la vez por la nota de su nomenclatura cuyas leyendas mencionan buena parte de ciudades extranjeras en concierto universal. En efecto, allí se encuentran estos nombres que corresponden a cada una de sus calles: Atenas, Belgrado, Berlín, Berna, China, Dublín, Ginebra, Hamburgo, La Haya, Liverpool, Londres, Marsella, Nápoles, Moscú, Oslo, Tréveris y Turín. Y como en algún tiempo fue conocido también como Barrio Internacional, Avenida Internacional se llamaba la hoy nombrada General Benjamín Victorica que cruza a lo largo de su centro. Como no se parece a ninguno de los otros núcleos suburbanos, el “laberinto”, como damos en llamarlo, es la nota urbanística mejor lograda dentro la extensión que media entre los barrios de La Paternal y Villa Urquiza. Y quien alcance con nosotros a recordar qué era todo eso en los días 1916, ha de sentirse hoy justamente maravillado, pues cómo imaginar siquiera aquel panorama de barrizales, campos de cicuta y algunos hornos de ladrillo entre pantanos y zanjones.

Bien merece entonces que traigamos al recuerdo la estampa del ya extinto martillero don Jerónimo Grosso, que fue quien en 1927 procedió con el tesón y el entusiasmo que le conquistaban amistades, al remate de los terrenos que, como él mismo anticipara, iban a centuplicar su valor, dado que se encontraban en uno de los puntos más hermosos de la capital.

La manzana de las ocho esquinas

Actualmente la ciudad cuenta con 485 pasajes, figurando en esta cantidad aun aquellos que no lo son porque “no permiten el paso público entre dos calles”, tal como lo informa la etimología del término, pero a los que desde antiguo designamos con el nombre de pasaje: así los llamados San Carlos, Huergo, Videla Castillo, Mangiante y otros como Torres, Giorello, etcétera. Aquellos y las calles y avenidas de trazo diagonal que nombramos: San Martín, Perito Moreno, Castañares, Chiclana, Forest, Del Tejar, etcétera, rompen la invariable repetición del primitivo damero, dado que son numerosas que dentro de lo geométrico configuran diferentes formas: la de los dos irregulares triángulos del pasaje Rauch, la de los rectángulos Vieytes y general Hornos y entre otras variadas figuras, la que delinean la perimetría del parque Lezama y del Jardín Botánico.

Empero, la manzana que consideramos digna de curiosidad en razón de la nota original de su trazado, es la delimitada por las calles Zarrayán, Senillosa y las avenidas La Plata y Cobo. Esta es la manzana de las ocho esquinas, en cuyo centro se abre el remanso de una plazuela acogedora; más atractiva si cabe que al salir de ella para entrar en los dos ríos marizados que suben y bajan por la avenida La Plata, es experimentar instantáneamente la sensación de que acabamos de abandonar un lugar que no corresponde a la ciudad de Buenos Aires. Es la misma que en un tiempo fuera conocida con la designación de Barrio Buteler, pues la construcción de las 88 casas para obreros de 3 y 3 piezas que la componían al terminarse las obras del 23 de junio de 1910, fue posible por el legado de la señora Azucena Buteler. Y como aquí el damero está cruzado por dos diagonales que abren sus cuatro entradas o pasajes, cada uno de sus ángulos o puntos cardinales deja ver los perfiles de sus esquinas.

La Buenos Aires actual –conviene que lo digamos a simple título de memoria ilustrativa destinada a los representantes de las últimas generaciones- en nada se parece a la de los repetidos rieles en que corrían los tranvías de tracción animal, pues, y puede ello afirmarse, la ciudad porteña que viera a aparecer en muchas de sus esquinas las primeras posturas del compadrito hecho tango, ha desaparecido por completo, como el farol de querosén y el vendedor de frutas que la cruzaba con su carro y con alargado vozarrón de “durazno a cuarenta el ciento”.

2.02.2009

Pulperías y almacenes de Buenos Aires


Para recordar todas las que se registran en la historia de Buenos Aires, debemos remontarnos hacia el primer cuarto del siglo XIX.

En esa época, cuando aún los pulperos eran españoles, los criollos comenzaban a realizar sus primeras incursiones comerciales en el ramo; entonces, existía en la esquina de Perú y Venezuela la llamada Pulpería del Poste Blanco, por el color con que estaban pintados los postes del palenque.

En la esquina de Federación y Ombú, según la nomenclatura del año 1836 —Rivadavia y Pasco—, se encontraba la vieja pulpería Aleu; otra recordada pulpería fue la de Villarino, ubicada en la manzana ocupada más tarde por el Mercado del Plata.

La Pulpería del Caballito es la de mayor renombre, pero quedará casi olvidada, estaba situada en la esquina de Rivadavia y Emilio Mitre, pero a pesar de casi no recordarse tal pulpería, sí sentó la huella para darle el nombre al barrio porteño actual en esa zona: Caballito.

También recordamos por esa época la Pulpería de la Banderita, ubicada al final de la calle Larga, junto al Riachuelo, que era frecuentada por Esteban Echeverría. Se la recordó durante muchos años, además, porque sobre la calle Larga, se corrían las carreras más famosas de la época, que finalizaban en otra pulpería: Tres Esquinas. Fue en La Banderita, que Ángel Gregorio Villoldo, abandonó el chiripá por el pantalón a la francesa en el año 1880 ( Los grandes planos de la ciudad de Buenos Aires, A. Taullard, 1940).

Tres esquinas

Si existía una pulpería para la largada de carreras, no podía faltar otra en la llegada de la cancha. Tres Esquinas fue, durante mucho tiempo, punto de reunión de los hombres de Barracas y de la Boca que conducían ganado a los Corrales del Sud. La inmortalidad le llegará a esta pulpería por el éxito de un tango en 1940:

Yo soy del barrio de Tres Esquinas
Viejo baluarte del arrabal


La Banderita y Tres Esquinas son el símbolo de Barracas.

La blanqueada

Tan antigua como La Banderita, esta pulpería es el símbolo de otro barrio: Nueva Pompeya. Allí también se detenían los reseros y matarifes que llegaban hasta el puente de La Noria.

Enrique Cadícamo la recuerda en uno de sus versos (Poemas del Bajo Fondo, Viento que lleva y trae, pág. 101, Peña Libro Editor, 1964).

Salga el sol, salga la luna.
salga la estrella mayor,
la cita es en La Blanqueada,
nadie falte a la reunión (…)

Recordando otra estrofa:

Boliche La Blanqueada…
Testigo del pasado, mi recuerdo te evoca.
Hoy eres la tapera que ha enclavado
la esquina brava de avenida Sáenz y Roca.


Allí, en la barriada de Puente Alsina, cercano al barrio de la Ranas, entre compadres y malevos, La Blanqueada era como el club social de los pobres, finalmente, según la guía Kraf del año 1899, la pulpería se convirtió en una chanchería, donde se preparaban todo tipo de embutidos, en ese momento, los propietarios del local respondían a la firma Bautista Selles y Cía.

Los años de La Blanqueada, son tiempos en que la payada es el género popular de la literatura que recorre los barrios, pero ya se va anticipando la forma poética que conducirá a las letras de tango. Por allí pasaron Gabino Ezeiza y Bettinotti. La Blanqueada es un reducto de criollaje cuando ya en Buenos Aires estaban residiendo 800 000 inmigrantes que modificarían las costumbres de los porteños.

La Otra Blanqueada

Tal vez, debería llamársele “la segunda”, estaba ubicada en la intersección de Rivadavia y Bariloche, en el barrio de Liniers, en terrenos que pertenecían a la familia Furt.

Su propietario fue un vasco llamado Miguel Echechiquia, quienes concurrían a la pulpería eran por lo general lecheros de la zona que se acercaban a La Blanqueada con el doble objetivo de lavar los carros, los recipientes y los animales y dejar en depósito el dinero de las recaudaciones diarias.

Según Udaondo, a esta pulpería se acercaban unos trescientos vascos que habían casi convertido a La Blanqueada en un banco privado (Plazas y calles de Buenos Aires, Ediciones de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, 1936).

La Figurita

En principio fue una posta, donde se acercaban aquellos carruajes de las familias que a mediados de siglo viajaban de Buenos Aires a Morón. Estaba en el barrio de Flores, sobre el camino Federación (hoy Rivadavia).

Pulpería de María Adelia

En junio de 1880, en buenos Aires se definía la lucha entre roquistas y tejedoristas, y la meseta de Corrales se cubrió de muertos

Centro de esta acción fue, precisamente, la pulpería de María Adelia.

Los días de junio de ese año acrecientan la lucha por la federalización de Bs. As. Y el campo de batalla de los Corrales convierte a la pulpería María Adelia en un hospital. Su patio amplio, antes expresión de alegría, debe cumplir en esos momentos la triste misión que le han impuesto las circunstancias.

Hay una cuarterta que la recuerda de esta forma

En lo de María Adelia
Hay ginebra y vino puro
Y para salir de un apuro
Nunca falta un guitarrista.


Almacén de la Milonga

Durante el gobierno de Sarmiento —comenta Leopoldo Lugones— malevos como el gaucho Pajarito, el Tigre Rodrigo o el Negro Villariño, elementos destacados de un mundo semiprófugo, probaban su valentía como guardaespaldas de políticos (Historia de Sarmiento, pág. 245, Editorial Bajel S. A., 1945).

Estaba ubicado en la esquina, según la guía Kraft del año 1885, en el número 4002 de la calle Charcas. Su propietario era un gringo llamado Criscuolo. En ese lugar se consagraría un payador eximio: Nemesio Trejo.

También visitó este “boliche” Leandro N. Alem, siempre acompañado de otras figuras importantes de política argentina: Aristóbulo del Valle, Dardo Rocha. Miguel Cané también frecuentaba esta Milonga.

Almacén del Pobre Diablo

Hay dudas sobre la ubicación de este lugar. Juan Silbido, en Evocación del Tango, pág. 147, Fondo Nacional de las Artes, Bs. As., 1964; lo ubica en el bajo de la Recoleta; mientras que para Tullard, en Los grandes planos de la ciudad de Bs. As, Plano Aymez; estaría en la avenida Alvear, rodeado de un enmascarado bosque de sauces, en cuya cercanía andaban los pescadores cuidando sus redes.

El Rancho del Pobre Diablo, a mediados del siglo XIX era atendido por un viejo marinero irlandés —exsoldado de las invasiones inglesas—. Allí asistían los liberales de la época.

Almacén Suizo

En los principios del siglo XIX, los payadores se acercaban a este sitio, entre malezas y yuyos, en lo que hoy es la esquina de Corrientes y Pueyrredón. Allí se floreaba un dúo que atraía a los muchachos porteños por su repertorio picaresco: Ernesto Poncio y el cieguito Aspiazu, con bandoneón y guitarra. También allí estaba la fuerte personalidad del Pibe Ernesto, que siempre estaba dispuesto a cualquier guapeza. Este almacén se convertiría en un baluarte para el avance del tango.

Almacén de la Viuda

Estaba ubicado en la esquina de Humahuaca y Gallo. "Eran tiempos felices del tango de Aróstegui; el Apache Argentino hacía furor en los barrios que se alternaba con las riñas de gallos"; nos cuenta Cadícamo en Poemas del Bajo Fondo.

Almacén de San Juan y Loria

“La mesa del viejo almacén, trasmutado casi en café, se ha colmado esa noche en que ninguno de los muchachos quiere estar ausente; llega Homero Manzi; la imaginación se ilumina y creemos ver a Sebastián Piana, soñando sonidos musicales para sus tangos; junto Piana, se encuentra aquel hombre taciturno y enternecido por la inspiración de alguna letra: es Antonio Sureda, junto a su hermano Jerónimo; frente a ellos, Cátulo Castillo sueña con Musseta y con Mimí (Arturo Jauretche, “Comunicación a la Academia del Lunfardo N.º 62")

También en esas mesas estuvo Enrique González Tuñón.

Fue un almacén – bar símbolo de una parábola histórica que enlaza la vieja pulpería con el café.