Datos personales

Mi foto
Divagar es mi palabra preferida.

6.19.2008

Río de la Plata. Primeras Crónicas

En que se trata de la ruta y viaje que yo, Ulrico Schmidl, de Straubing, hice en el año 1534, A. D.; partiendo el 2 de agosto de Amberes, arribando per mare a España y más tarde a las Indias. Todo por la voluntad de Dios Todopoderoso. También de lo que ha ocurrido y sucedido a mí y mis compañeros, como se cuenta más adelante.

I

Primeramente habréis de saber que desde Amberes hasta España tardé catorce días, llegando a una ciudad que se llama Cádiz. Desde Amberes hasta dicha ciudad se calcula que hay cuatrocientas leguas por mar. Cerca de esta ciudad había catorce buques grandes, bien pertrechados con toda la munición y bastimentos necesarios, que estaban por navegar hacia el Río de la Plata en la Indias. También se hallaban allí dos mil quinientos españoles y ciento cincuenta entre alto-alemanes, neerlandeses y austríacos o sajones; y nuestro supremo capitán, de alemanes y españoles, se llamaba don Pedro Mendoza. Entre esos catorce buques, uno pertenecía al señor Sebastián Neithart y al señor Jacobo Wesler, de Nuremberg, quienes enviaban a un factor, Enrique Paime, al Río de la Plata, con mercaderías: en ese buque de los dichos señores Sebastián Neithart y Jacobo Welter hemos navegado hacia el Río de la Plata yo y otros alto-alemanes y neerlandeses, unos ochenta hombres, bien pertrechados con armas de fuego y de otras clases. Así partimos de Sevilla en el año 1534 en catorce buques con el dicho señor y capitán general don Pedro Mendoza. El día de San Bartolomé llegamos a una ciudad en España que se llama San Lúcar, a veinte leguas de Sevilla. Allí hemos quedado anclados, a causa de la fuerza del viento, hasta el primer día de septiembre de dicho año.

II

Después que partimos de dicha ciudad de San Lúcar, llegamos a tres islas que están juntas unas con otras. La primera se llama Tenerife, la otra Gomera y la tercera La Palma; desde la ciudad de San Lúcar a estas islas hay más o menos doscientas leguas. Los habitantes de ellas son españoles puros, así como sus mujeres e hijos, y hacen azúcar; las islas pertenecen también a la Cesárea Majestad. Con tres buques fuimos a La Palma y allí permanecimos y reparamos los barcos.

Cuando nuestro general don Pedro Mendoza ordenó que nos acercáramos, pues estábamos a unas ocho o nueve leguas de distancia los unos de los otros, resultó que a bordo de nuestro buque venía don Jorge Mendoza. Este Jorge Mendoza andaba en amores con la hija de un rico vecino de La Palma y, cuando al día siguiente quisimos ponernos en marcha, resultó que el susodicho de don Jorge Mendoza había bajado a tierra a medianoche, acompañado por doce secuaces, e ido a la casa de ese vecino de La Palma, trayéndose al buque a la hija de ese vecino y a su doncella, con todas sus joyas, vestidos y dinero. Subieron al buque a escondidas, en tal forma que ninguno de nosotros, ni el capitán Enrique Paime, nos enteramos de nada; el único que pudo saberlo era quien montaba a la guardia durante la noche, pues esto ocurrió a medianoche.

Partimos a la mañana siguiente, y apenas nos habíamos alejado una o dos leguas cuando nos tomó un fuerte ventarrón y tuvimos que regresar al mismo puerto de donde habíamos partido, largando allí anclas. Nuestro capitán Enrique Paime quiso bajar a tierra en un barquito de esos llamados bote o batel, y cuando quiso desembarcar vio la costa a unos treinta hombres, bien armados con arcabuces y alabardas, quienes querían prenderlo. Así se lo advirtió uno de los marineros, diciéndole que no tocara la costa, pues tenían intención de apresarlo. Nuestro capitán quiso volver inmediatamente a su buque, pero no pudo hacerlo tan pronto como deseaba, porque los que estaban en la costa subieron a unos botes que tenían preparados; pero así y todo el referido capitán Enrique Paime pudo escapar y subir a otro buque que estaba más cerca de la costa que el suyo propio, así que no pudieron prenderlo. En la ciudad de Las Palmas hicieron tocar las campanas a rebato, cargaron dos piezas de artillería y dispararon cuatro cañones contra nuestro buque, pues no estábamos lejos de la tierra. Con el primer tiro, hicieron pedazos la vasija del agua que, siempre llena de cinco o seis cubas de agua fresca, el buque lleva en popa. Con otro tiro hicieron pedazos el palo de mesana, que es el último mástil hacia la popa del buque y abrieron un gran agujero, matando un hombre; con el cuarto no acertaron.

A costado del nuestro había dos buques, que también estaban por navegar hacia Nueva España en Méjico, y su capitán había bajado a tierra con ciento cincuenta hombres. Ellos arreglaron las paces entre nosotros y los de la ciudad, prometiendo que les entregarían a don Jorge Mendoza, a la hija del vecino y a su doncella.

Así vinieron a nuestro buque el regidor y el alcalde y también nuestro capitán y el otro capitán, y quisieron apresar a don Jorge Mendoza y a su querida. Pero éste contestó al alcalde que ella era ya su esposa de cuerpo y ella dijo lo mismo. Entonces se los casó de inmediato; pero el padre quedó muy triste. Nuestro buque quedó muy estropeado por los cañonazos.

III

Después de esto dejamos en tierra a don Jorge Mendoza y su esposa: nuestro capitán no quiso dejarlos viajar más en su buque.

Reparamos nuevamente nuestro barco y navegamos hacia una isla que se llama San Jacobo —o, en su forma española, Santiago— que pertenece al rey de Portugal, donde hay ciudad. Los portugueses la mantienen en su poder y a ellos están sometidos los negros africanos que la habitan. Allí permanecimos cinco días, y volvimos a cargar provisión fresca de carne, pan, agua y todo lo que es necesario en alta mar.

IV

Allí se reunieron los catorce buques de la flota y salimos al mar. Navegamos dos meses, hasta que llegamos a una isla donde hay solamente aves, que matamos a palos, y donde permanecimos tres días. Allí no hay gentes y la isla tiene unas seis leguas de ancho; queda a unas mil quinientas leguas de camino de la antes nombrada isla de Santiago.

En este mar se encuentran peces voladores y peces grandes como ballenas, y peces que se llaman peces-sombrero, pues tienen sobre la cabeza un gran disco fortísimo que parece un sombrero de paja. Con este disco pelean con otros peces; son muy grandes, fuertes y valientes. Hay también otros peces que tienen sobre su lomo una cuchilla de hueso de ballena, y en español se llaman peces-espada. También hay otro que tiene una sierra sobre el lomo, hecha de hueso de ballena, pez grande y malo que en español se llama pez-sierra. Fuera de ésos, hay en estos parajes otras muchas clases de peces, que no describiré en esta ocasión.

V

De esta isla navegamos luego a otra que se llama Río de Janeiro, y los indios se llaman tupís, donde estuvimos como catorce días. Ordenó allí don Pedro Mendoza que nos gobernara en su lugar don Juan Osorio, quien era como su propio hermano, pues él se encontraba enfermo, tullido y decaído. Pero el referido Juan Osorio fue calumniado y denunciado a su hermano jurado, don Pedro Mendoza, como que pensara levantar y amotinar la gente contra él. Por esto don Pedro Mendoza ordenó a otros cuatro capitanes, llamados Juan Ayolas, Juan Salazar, Jorge Luján y Lázaro Salvago, que apuñalaran al referido Juan Osorio, pues correría igual suerte. Se le hizo injusticia, como bien sabe Dios Todopoderoso; era un recto y buen militar y siempre trató muy bien a los soldados. ¡Dios sea con él clemente y misericordioso!

VI

Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de navegar quinientas leguas llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques, y de inmediato nuestro capitán general don Pedro Mendoza ordenó y dispuso que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.

Desembarcamos en el Río de la Plata el día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamados charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cueros, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusiera al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tiene más de ocho leguas de ancho.

VII


Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También estas mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos querandís no tienen paradero propio en el país, sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país. Cuando estos indios querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en algunos casos buscan una raíz que se llama cardo, y entonces la comen por la sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo dicho en forma clara.
Los susodichos querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces nuestro capitán don Pedro Mendoza envió en seguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo estuve en ese asunto. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados querandís. Cuando allí llegamos, los indios eran unos cuatro mil, pues habían convocado a sus amigos (...).

Fragmento de Viaje al Río de la Plata, Ulrico Schmild.