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6.30.2008

Supersticiones del Río de la Plata 1

Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 1)
Fragmentos del libro del Daniel Granada:
Supersticiones del Río de la Plata.

Capítulo Tercero: “Supersticiones indígenas y supersticiones advenedizas”

Considerable números de supersticiones originarias de Europa y del Oriente se hallaron también esparcidas por todo el continente americano a la entrada de los españoles. Los adivinos, hechiceros y saludadores, que aún levantan de vez en cuando cabeza, primaban igualmente en los imperios de Moctezuma y de Atahualpa y entre las hordas salvajes de toda la tierra firme e islas del Nuevo Mundo. Sorprendentes analogías se hallaron también entre las creencias de los moradores del orbe de Colón y las que en el orden superior de la religión profesaba la nación conquistadora: el diluvio, el misterio de la Trinidad, la comunión, el ayuno, el bautismo, la confesión de la penitencia, etc. El opacuna, en el Perú, era un lavatorio o baño en agua, para quedar limpios de pecados.


En determinadas fiestas solemnes repartíanse unos bollos sagrados o cancos (cancu) por las mamaconas (monjes de los templos del Sol) y el Inca (Dios y su representante en la tierra). Todas las desgracias y enfermedades que les sobrevenían eran castigo de la divinidad por sus pecados. En desagravio de la divinidad ofendida y para remedio de aquellos males, sacrificaban animales y niños, confesábanse y recibían penitencias. Penitente y confesor (ichuri) íbanse a la vera de un río. Postrábase aquel primeramente de pechos sobre el suelo; luego, levantándose, decía sus pecados al ichuri, que estaba obligado a guardar secreto bajo pena de muerte. Los pecados que debía manifestar el penitente eran el homicidio, el robo, el adulterio y estupro, la sodomía y bestialidad, la maldición (la tierra me trague, el rayo me parta), la mentira y la murmuración, el uso de hechizos y hierbas para hacer mal, el no celebrar las fiestas, el deshonrar padre, madre, abuelo o tíos y no socorrerlos en sus necesidades, el sacrilegio, la omisión de los sacrificios u ofrendas obligatorias, decir mal del Inca, etc. Imponíase al confesarse una penitencia conforme a los pecados de que se acusaba, cumplida la cual, recibía unos ligeros golpes en las espadas con una piedra. Después penitente y confesor decían ciertas oraciones, maldecía los pecados que el penitente confesaba, y arrojaba el manojo al río, imprecando a los dioses para que lo llevase al abismo, donde quedase eternamente sepultado.

[…]

Los misioneros y escritores eclesiásticos de la conquista veían la mano de Satanás en las susodichas semejanzas de la idolatría y la región revelada. Satanás, intentando ser adorado como Dios, excogita, para inducir a ello a los hombres, cuantos medios pueden inventar la malicia de un ser tan perspicaz y ladino.

[…]

El morador de las desiertas campañas, por vía de asimilación, tomó de los hábitos, usos, lenguajes y aficiones del indio, que unió a su destino después de la conquista, lo más análogo y adaptable a su modo de ser, a sus necesidades en tierras desconocidas y hasta a sus preocupaciones respecto de los hechos y fenómenos que no era capaz de explicar su pensamiento.

[…]

Los magos, hechiceros, adivinos o brujos indígenas continuaron, después de la conquista, ejerciendo sus artes vanas, no ya en el seno de sus tolderías o pueblos independientes, sino entre cristianos. Infinito era su número, dando mucho que hacer a los ministros de la Iglesia, ocupados en extirpar de la viña del Señor tan nociva y contagiosa pestilencia. Los magos, hechiceros, adivinos y brujos criollos de la grey cristiana, aceptaron de los indígenas cuanto se acomodaba a sus designios y prácticas tradicionales, sustituyendo con la señal de la cruz y con preces a su manera dispuestas, las palabras y acciones simbólicas que les pareció desechar.

Unidas a las de los europeos las supersticiones de los indios, prodújose un vigoroso fermento en tan apartadas y desiertas regiones, cuyos nuevos pobladores, a pesar del yugo con que los sujetaban los poderes reales y eclesiásticos, dieron constantemente, en cuantas ocasiones se les presentaron, muestras señaladas del individualismo congénito de una raza informada en los campos de batalla, abundantemente regada con sangre de íberos, de latinos, de godos, árabes. Los retoños de las ideas supersticiones así amalgamadas extendiéronse por campos y ciudades, como la mala hierba que invade los terrenos labrantíos cuando de continuo no los trabajaban sus cultivadores. Consta de un memorial presentado al Consejo de Indias el 7 de octubre de 1752 por el procurador de la ciudad de Córdoba de Tucumán, D. Gregorio de Arrascaeta, que la provincia que para ante él le confiara la gestión de sus negocios y herejías y con más especialidad de hechiceros, siendo tanta su abundancia que, a pesar del defecto moral que los inhabilitaba para todo servicio en casa honesta, encontrábaseles de criados hasta en los monasterios y conventos. Casi no había un enfermo que dejase de atribuir sus dolencias a los efectos de algún maleficio. Las informaciones (raras) que el comisario del Santo Oficio de la Inquisición hiciera acerca de algunos de tales delitos, quedaban más allá en Lima, sin que se volviese a oír hablar de semejante cosa en la vida; y como a los jueces reales les estaba vedado el entender en causas de esa naturaleza, los bergantes hechiceros, cuyo pacto con el demonio era notorio, campaban por su respeto.

[…]

Los adivinos, hechiceros y magos invocaban al demonio con nombre de ángel de luz, rindiéndole cierta manera de adoración y ofreciéndole perfumes y hierbas olorosas. Había evocadores del demonio (que vendrían a ser los espíritus de nuestros días), el que se les aparecía en la figura de un animal o bien representando a las personas, vivas o muertas, pecadoras o beatificadas, con quienes querían comunicarse cara a cara. Le hablaban, y recibían sus respuestas, sobre sucesos pasados, actuales o futuros. Encendíanle luces y quemábanle incienso, al propio tiempo que, con una bebida hecha de yerbas y raíces (el achuma, el chamico y la coca), se enajenaban y entorpecían los sentidos hasta el punto de engendrar en su mente las ilusiones y representaciones fantásticas que luego tenían y publicaban por revelaciones inequívocas de las cosas o de los hechos que deseaban conocer o de que prometían dar noticia. Aparte de los invocadores al demonio, militaban en América los astrólogos, levantando figuras para formar el horóscopo de las personas y formulando juicios sobre casos futuros y contingentes o sobre acciones dependientes de la voluntad divina o del libre albedrío de los hombres. Para las adivinaciones y hechizos valíanse, asimismo, los que en sus artes diabólicas ejercitaban su malicia, de habas, trigo, maíz, monedas, sortijas y de otras semillas y objetos semejantes mezclando lo sagrado con lo profano: evangelios, agnusdeyes, aras consagradas, agua bendita, estolas y otras vestiduras sacerdotales. Tenían y usaban ciertas cédulas enigmáticas y recetas o memoriales; palabras u oraciones: círculos, rayas y caracteres; reliquias de santos; piedra imán; cabellos, cintas y polvos; candelillas, redomas, ollas; vasos de agua, alfileres, etc. Aparecieron muchas alumbradas, mujeres que hacían milagros, recibían favores del cielo, tenían visiones y revelaciones, sabían lo que pasaba de tejas arriba y de tejas abajo, adivinaban y predecían, daban fructuosos consejos y sanaban a los enfermos. Cosas eran estas que alarmaban a las conciencias timoratas y alguna vez impulsara a los ministros de la Inquisición a considerar y averiguar si la mujer favorecida con tales virtudes albergaba en su alma y en su corazón el espíritu y experimentaba los arrobos de ángel de luz o de ángel de tinieblas. Las mujeres iluminadas constituían por sí solas una plaga.

Célebre fue en el indiano hemisferio la titulada madre Ángela o Ángela de Dios, cuyo apellido era Carranza, natural de Córdoba del Tucumán, quien, pasando al Perú y frecuentando los templos de Lima, logró que la tuviesen por santa. Para llenar con la mies católica los trajes del infierno, habíase valido (como suele) el demonio de una de esas mujeres que llaman beatas. Lo era la tucumana del hábito de San Agustín. Era la maestra de la mística, la abogada del pueblo, la maravilla del orbe: éxtasis, raptos, inteligencias misteriosas con seres superiores, revelaciones, milagros. Juzgábase compendiado el cielo en aquella mujer. Vinculaba la felicidad de las personas, el buen éxito de los negocios, aspiraciones y empresas, a los objetos que santificaba: rosarios, medallas, campanillas y cencerros, cuentas, pañuelos, espadas y dagas, papeles escritos y firmas, sus cabellos y muelas y uñas, sus enaguas, vendas y paños teñidos en su sangre. Tan enorme era la cantidad de prendas santificadas y de amuletos, que, cuando el tribunal de la Inquisición publicó edictos mandando entregar todos los que hubiese en manos de particulares, se llenó con ellos una sala espaciosa. Sólo las cuentas y rosarios contábanse por millones: en diez pontificados no distribuyera tantos la Sede Apostólica. Muchos llegaron con su fama y celebridad hasta la misma Roma. En los quince años que la tal Ángela de Dios ejerció su ministerio, escribió quince libros en materias teológicas, comprendidos en quinientos cuarenta y tres cuadernos, con más siete mil q1uinientas fojas. Tuvo engañados hasta los virreyes y arzobispos. Era vana y arrogante, impaciente, iracunda y codiciosa en extremo. Fallóse su causa en 20 de diciembre de 1694.

Obra han sido el espíritu infernal y las brujerías, los hechizos y ensalmos, la buenaventura, el prestigio y la magia, la adivinación y hecho, en suma, o todo fenómeno, ya puramente imaginario, ya real o ya sofisticado, que ofreciera condiciones, apariencias, caracteres o indicios de responder a una alteración de orden regular de las cosas ante el criterio teológico. Ciertos accidentes raros del histerismo, ciertas enfermedades nerviosas, no vinieron a ser manifestaciones de la presencia de espíritus malignos o demonios que rodeaban (obsesión) o se habían introducido (posesión) en el cuerpo del o de la paciente, a quien estaban atormentando: idea que tenía sus raíces en la genitalidad y el judaísmo. El exorcismo era su remedio.

La relajación de sus costumbres, durante el siglo decimosexto, presentábase con mayor desenfado aun que en la Península entre los pobladores del Nuevo Mundo. El clero se dejaba llevar de la fácil corriente desencadenada que al gusto convida con deleites, demostrándolo con sobrada notoriedad el crecido número de solicitantes en confesión que registran los anales del Santo Oficio. Corrían de boca en boca, a manera de sentencias, frases indicativas de un estado social nada ascético, de gentes mejor halladas con las comodidades y placeres de la vida terrena que con las prácticas austeras de la perfección cristiana. En este mundo no me veas mal pasar, que en el otro no me verás penar, era refrán válido entonces, que de España lo recibiera gustosa la placentera América. Una beata de la Merced, llamada Francisca Ortiz, en Santiago de Chile, declaraba ante el comisario del Santo Oficio que realmente ella había procurado siempre no verse contrariada en sus gustos, recordando que en España oyera muchas veces decir: en este mundo no me veas mal pasar, que en el otro etc. Otra mujer, Lucía de León, fue igualmente procesada, por haber dicho que los vecinos de Cuyo (Argentina), cuya conducta se censuraba, se atenían acaso, para su gobierno, al refrán: en este mundo no me veas mal pasar, etc.


Jerónimo de Ortega, clérigo, confiesa haber firmado cédula al demonio, y que arrodillado en medio del campo, ofrecíale coca, que para el efecto levantaba con sus manos en alto, invocándole en esta forma: tú, a quien dicen señor del África, como tan poderoso, ayúdame y dame fortuna, así en el juego como en amores.

[...]

1 comentario:

Jorge Bertran dijo...

clio , unas de las costumbres que se fueron pediendo , son el respeto a los familiares mas intimos en fiestas ,algo muy triste.
joerge hugo bertran vall(bertranvall)