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7.03.2008

Supersticiones del Río de la Plata 2


Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 2)
Fragmentos del libro de Daniel Granada: Supersticiones del Río de la Plata.
Capítulo Cuarto

El hombre, en los albores de la vida, supone inmediatamente enlazados a inteligencia y poderes superiores e invisibles los hechos y fenómenos que en el orden físico se cumplen, a virtud de las fuerzas de la naturaleza que los forman, respondiendo a leyes que, establecidas por la mente suprema, rigen el movimiento y equilibrio del universo. Todos creen (los indios) que las fuerzas y el bien son el cielo, decía Cristóbal Colón, desde las Antillas, en carta a Luis Santángel. El soberbio guaicurú, avasallador de las naciones circunvecinas, en el Chaco, salía denodadamente al encuentro de las tormentas, regidas por los demonios, a quienes creía vencer y abatir, obligándolos a sepultarse de nuevo en la negra mansión de los abismos que los vomitara. Diversas generaciones guaraníes alejaban las pestes y otras calamidades con algazara y con el canto, acompañado este del ruidoso sonido del baracá (mbaracá, calabaza con chinas dentro). Las tribus de la región patagónica procedían de la misma manera. Los pampas, cuando advertían los síntomas de alguna enfermedad o les amenazaba algún peligro, se armaban de todas sus armas (lanzas, bolas, cuchillos, garrotes, lo que había en las manos), montaban a caballo, y, prorrumpiendo en gritos desaforados, arremetían contra el invisible enemigo y no dejaban de asestar golpes al aire hasta que se persuadían haberle echado de sus toldos.

[…]

Hay notoria identidad entre las fuerzas de la naturaleza y las inteligencias que imaginó el hombre primitivo. Estas inteligencias o agentes invisibles, por lo general son antropomorfos. Mas a veces tienen la forma de cualquiera otro ser animado de la naturaleza. Así, por ejemplo, añanga, que era el diablo de los guaraníes, tenía para algunas generaciones la forma de un insecto (ayacuá o añacuá, diablo ternezuelo), que hacía tanto daño en las mieses, y, lo que es más grave, en el cuerpo del hombre, como los terribles microbios que diezman las poblaciones, especialmente si han salido de las bocas del Ganges, del Nilo o del Misisipí.

El P. José Guevara, tratando de los lules, que eran indios salvajes moradores del Chaco, dice del ayacuá que era un gorgojo del campo, que, aparte de otras diabluras, se entretenía en mortificar al hombre, introduciendo en su cuerpo diversos elementos de destrucción que le causaban el dolor y la muerte. Iba este diablillo armado, a lo indio, de arco y flechas.

Mas el ayacuá de los lules no es, en substancia, otra cosa que el añacuá de las demás generaciones guaraníes (a cuya raza seguramente pertenecieron aquellos). Su figura de gorgojo del campo, ¿qué es sino una de la infinitas transformaciones que ha sabido tomar y toma el diablo de los indígenas todos del Nuevo Mundo, por su índole y condiciones idéntico al espíritu maligno de los cristianos, que todas las regiones del globo tiene invalidadas y contaminadas? Ayacuá, añacuá y añangá son formas varias de un mismo vocablo. Añanga decimos, castellanizada la voz. La lengua castellana, del propio modo que la portuguesa, a la postre convierte en llamas las voces agudas que asimila. Por eso también los brasileños dicen comúnmente añanga, sin perjuicio de pronunciar, cuando les place, añangá. Vivas aún, bien que moribundas, subsisten en parte de la Argentina (Corrientes, Misiones), en el Paraguay y en el Brasil las lenguas guaraní y tupí, una y otra originarias del mismo tronco y solo diferenciadas entre sí por accidentes análogos a los que distinguen la portuguesa de la castellana. Las dificultades que ofrece el penetrar bien el sentido de las palabras en boca de gente bárbara, ha impedido a los misioneros (que eran los que regularmente averiguaban estas cosas) juntar datos precisos que sirviesen para determinar la naturaleza y cualidades o atributos de las divinidades indígenas. Añanga, gualicho, zopay significan respectivamente el maligno espíritu de los, araucanos (incluso los pampas) y peruanos. Añacuá o ayacuá es un diablillo, un diablo diminuto e imperceptible entre los guaraníes, que para algunas generaciones ha tomado la forma de un gorgojo del campo. Añangapitanga es otra manera del diablo, el diablo colorado (pitang) o ardiente, por la similitud del rojo y de la llama.

La idea de un viviente diminuto e imperceptible (de un microbio) productor de enfermedades en el hombre y en los animales, sin duda ha sido general entre los bárbaros del continente americano. Tal era, a lo menos, la imaginación reinante entre los indios de las regiones comprendidas entre el Plata y el Orinoco, entre los del Chaco, de la Pampa, de la Patagonia, de Arauco, de la Tierra del Fuego. El gualicho de los pampas se halla en las aguas pútridas de los pantanos u otros receptáculos, como las desembocaduras de los grandes ríos que forman deltas, en las frutas nocivas, en las yerbas venenosas, en las emanaciones deletéreas de toda índole, en los cerrados bosques sin ventilación, en el aire que respiramos viciado por cualquier causa accidental, en el cráter de los volcanes, en donde se aglomera mucha gente, en torno de ranchos y de taperas, en los árboles secos y vetustos que ha aislado la suerte, cual si de ellos huyese la vida. Introducido en el vientre, le hace doler; introducido en las piernas, las paraliza; introducido en los ojos, los ciega; en los oídos, los ensordece; en la lengua, priva del habla. Los pampas y los charrúas, embadurnados con grasa de yegua o de ñandú y amontonados bajo un toldo, hombres, mujeres, chicos y grandes, perros y gatos, comían y dormían entre un infinito mundo de microbios; ni sus narices advertían lo más mínimo que pudiese desagradar, ni habría modo de hacerles entender (si uno se lo propusiese) el significado de la palabra ‘nauseabundo’. La catinga (hediondez, peste), para ellos, era algo parecido a la fragancia del azahar o del nardo. Las madres acomodaban a los recién nacidos en una armazón de tablitas de caña tacuara, marradas con tientos a dos listones paralelos. Por uno de los extremos los listones formaban ángulo, terminando en punta, a fin de que, clavada en tierra la armazón, quedasen libre y pendientes los muslos y piernas de la criatura, afianzada solamente desde la cintura hasta los hombros y espaldas. De ese modo las madres podían ocuparse en sus faenas. (…) Cuando los indios se ponían en marcha, las madres echaban a la espalda la susodicha armazón, y la presión continua que hacía en el fondo de ella la parte posterior del cráneo, daba por resultado que a la larga se les aplastase. De ahí que el indio pampa tenga achatada la parte posterior de la cabeza. Pues bien; tan luego como la criatura podía andar y sostenerse, prendían fuego a la armazón que le sirviera de cuna. El objeto de la quemazón no era otro que destruir o matar el gualicho, como si dijéramos los millones de millones de microbios. (…) Si no destruían el gualicho del que el mueble quedaba infestado, creían firmemente que hijo y madre habían de ser víctimas de enfermedades y desgracias inevitables. Les acarreaba el desprecio y aborrecimiento de los demás, quedando condenados a vivir eternamente perseguidos y maltratados, como si estuviesen contaminados por el demonio.

[…]

Una de las enfermedades que más estragos ha hecho entre los indios ha sido la viruela; pavorosa deidad de la muerte, que dejaba sin hijos a las madres, cuando no arrastraba a todos a su lúgubre mansión, dejando desiertas las tolderías. Si (lo que era muy frecuente) había en los toldos alguna cautiva, al momento le achacaban la desgracia. —¡Cristiana echando gualichu!— gritaban con furia infernal; y la infeliz moría martirizada. Huecuvú o Huecufú era Luzbel o Satanás que, suscitado por el cristiano, enviaba al indio los agentes del mal.

[…]

Estos seres malditos cumplían, en virtud de su propia maldad, una función terrible que, sin quererlo, obstaba al quebrantamiento de las leyes del orden moral. (…) Quien faltaba al deber sagrado de la limosna estaba expuesto a las venganzas de Huecuvú, que en este caso hacen estremecer. “Jamás Calvaíñ, porque Huecuvú tiene emisarios que disfrazados de pobres piden limosnas, y si se les desprecia o niega algo se vengan en las criaturas dándoles oñapué (veneno), para hacer derramar lágrimas a sus padres”.

[…]

El lenguaje rioplatense ha castellanizado diversos vocablos quichuas, araucano-pampas, guaraníes y africanos. Su uso importa a la mayor precisión de las ideas. Esta y aquella voz que en castellano corresponden a diablo, por ejemplo, expresan ideas análogas, pero no idénticas. Por tanto, cuando se hable del diablo de los pampas, cumple decir gualicho, y cuando se hable del diablo de los guaraníes, añanga, etc.

La abundancia de voces para expresar una misma idea, sin que alguna diferencia, aunque no sea sino modal, la diversifique, no arguye propiamente riqueza ni menos perfección de lenguaje. La riqueza y perfección consisten realmente en que a ninguna cosa del mundo físico o del moral les falte expresión breve, clara y eufónica, por cuyo medio propone comunicar. La concurrencia de términos homólogos en una lengua puede tener causas diversas. Unas son meramente accidentales; y entre estas se cuenta la asimilación innecesaria de voces exóticas, como sucede cuando, teniendo en la propia lengua nombre adecuado una cosa, se hace uso del que lleva en un idioma extraño. Esto, que en general procede de la ignorancia, es un mal. Pero a veces la concurrencia de términos homólogos dimana de los orígenes diversos que tiene la cosa que representan. La idea de brujería, de hechizo, del diablo, hallárase expresada, según los casos, ora con las palabras propias de nuestra lengua: diablo, hechizo, brujería; ora con la voz pampa castellanizada gualicho; ora con las guaraníes añanga y payé; ora con la quichua huacanque o guacanque; ora con la africana mandinga. Los nombres castellanos se usan necesariamente en el lenguaje culto. En estilo familiar, y sobre todo entre la gente del campo, suele decirse gualicho, añanga, payé, guacanque, mandinga.

Gualicho, payé y mandinga expresan los tres conceptos de diablo, brujería, hechizo. Payé significa, además, hechicero. Añanga equivale a genio del mal, aunque algunas de sus acciones no tengan precisamente por objeto dañar al hombre y a los animales, o alterar el orden de la naturaleza. Mandinga es, más propiamente que diablo, duende. Su residencia ordinaria es el hogar. Huacanque o guacanque representa en general la idea de brujería; mas, en particular, equivale propiamente a talismán o encanto. El que es afortunado en el amor, en el juego, en los combates, con seguridad tiene guacanque. Guacanque o huacanque son, por ejemplo, las plumas del caburé que lleva consigo aquel a quien no hay mujer que le desaire.

[…]

5 comentarios:

elmoteroloco dijo...

Interesante en mas de un sentido, inclusive para conocer el origen de una palabra del lunfardo porteño; engañapichanga pudiera ser (tal vez) descendiente de la voz indigena
añangapitanga, que designa a ciertos diablejos; ademas verdaderamente entretenido. Gacias mil!!! ;)

Marxe dijo...

Sí. Muy interesante che. Con lo de payé me hiciste acordar a una canción de Teresa Parodi donde decía que iba a ver si le daban un payé para sacarse el daño. Muy buenas las fotos también!
Saludos.

Ana Cristina dijo...

Gracias a vos, Motero, y me alegra que te resulte entretenido. Me interesa mucho esta publicación por la misma razón que mencionás, le da significado a vocablos muy conocidos por nosotros, pero que raramente asociamos con lo que fueron sus primeros usos o significados.

Besos.

Ana Cristina dijo...

Gracias por interesarte, marxe.

Cuando conocí este libro me fascinó y publicar algunos datos que da el texto me resulta muy interesante.

Coincido con lo que decís del tema de la Parodi; cuando salen a la luz determinados vocablos, enseguida me lleva a relacionarlos con canciones o textos muy nuestros.

Me alegra que te gusten las fotografías, te aseguro que me resulta difícil escoger, espero seguir por la buena senda.

Besos.

Bea Marín dijo...

Años hace que tengo este libro en mi biblioteca. Muy entretenido de leer. Interesante el comentario de motero loco.