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6.30.2008

Supersticiones del Río de la Plata 1

Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 1)
Fragmentos del libro del Daniel Granada:
Supersticiones del Río de la Plata.

Capítulo Tercero: “Supersticiones indígenas y supersticiones advenedizas”

Considerable números de supersticiones originarias de Europa y del Oriente se hallaron también esparcidas por todo el continente americano a la entrada de los españoles. Los adivinos, hechiceros y saludadores, que aún levantan de vez en cuando cabeza, primaban igualmente en los imperios de Moctezuma y de Atahualpa y entre las hordas salvajes de toda la tierra firme e islas del Nuevo Mundo. Sorprendentes analogías se hallaron también entre las creencias de los moradores del orbe de Colón y las que en el orden superior de la religión profesaba la nación conquistadora: el diluvio, el misterio de la Trinidad, la comunión, el ayuno, el bautismo, la confesión de la penitencia, etc. El opacuna, en el Perú, era un lavatorio o baño en agua, para quedar limpios de pecados.


En determinadas fiestas solemnes repartíanse unos bollos sagrados o cancos (cancu) por las mamaconas (monjes de los templos del Sol) y el Inca (Dios y su representante en la tierra). Todas las desgracias y enfermedades que les sobrevenían eran castigo de la divinidad por sus pecados. En desagravio de la divinidad ofendida y para remedio de aquellos males, sacrificaban animales y niños, confesábanse y recibían penitencias. Penitente y confesor (ichuri) íbanse a la vera de un río. Postrábase aquel primeramente de pechos sobre el suelo; luego, levantándose, decía sus pecados al ichuri, que estaba obligado a guardar secreto bajo pena de muerte. Los pecados que debía manifestar el penitente eran el homicidio, el robo, el adulterio y estupro, la sodomía y bestialidad, la maldición (la tierra me trague, el rayo me parta), la mentira y la murmuración, el uso de hechizos y hierbas para hacer mal, el no celebrar las fiestas, el deshonrar padre, madre, abuelo o tíos y no socorrerlos en sus necesidades, el sacrilegio, la omisión de los sacrificios u ofrendas obligatorias, decir mal del Inca, etc. Imponíase al confesarse una penitencia conforme a los pecados de que se acusaba, cumplida la cual, recibía unos ligeros golpes en las espadas con una piedra. Después penitente y confesor decían ciertas oraciones, maldecía los pecados que el penitente confesaba, y arrojaba el manojo al río, imprecando a los dioses para que lo llevase al abismo, donde quedase eternamente sepultado.

[…]

Los misioneros y escritores eclesiásticos de la conquista veían la mano de Satanás en las susodichas semejanzas de la idolatría y la región revelada. Satanás, intentando ser adorado como Dios, excogita, para inducir a ello a los hombres, cuantos medios pueden inventar la malicia de un ser tan perspicaz y ladino.

[…]

El morador de las desiertas campañas, por vía de asimilación, tomó de los hábitos, usos, lenguajes y aficiones del indio, que unió a su destino después de la conquista, lo más análogo y adaptable a su modo de ser, a sus necesidades en tierras desconocidas y hasta a sus preocupaciones respecto de los hechos y fenómenos que no era capaz de explicar su pensamiento.

[…]

Los magos, hechiceros, adivinos o brujos indígenas continuaron, después de la conquista, ejerciendo sus artes vanas, no ya en el seno de sus tolderías o pueblos independientes, sino entre cristianos. Infinito era su número, dando mucho que hacer a los ministros de la Iglesia, ocupados en extirpar de la viña del Señor tan nociva y contagiosa pestilencia. Los magos, hechiceros, adivinos y brujos criollos de la grey cristiana, aceptaron de los indígenas cuanto se acomodaba a sus designios y prácticas tradicionales, sustituyendo con la señal de la cruz y con preces a su manera dispuestas, las palabras y acciones simbólicas que les pareció desechar.

Unidas a las de los europeos las supersticiones de los indios, prodújose un vigoroso fermento en tan apartadas y desiertas regiones, cuyos nuevos pobladores, a pesar del yugo con que los sujetaban los poderes reales y eclesiásticos, dieron constantemente, en cuantas ocasiones se les presentaron, muestras señaladas del individualismo congénito de una raza informada en los campos de batalla, abundantemente regada con sangre de íberos, de latinos, de godos, árabes. Los retoños de las ideas supersticiones así amalgamadas extendiéronse por campos y ciudades, como la mala hierba que invade los terrenos labrantíos cuando de continuo no los trabajaban sus cultivadores. Consta de un memorial presentado al Consejo de Indias el 7 de octubre de 1752 por el procurador de la ciudad de Córdoba de Tucumán, D. Gregorio de Arrascaeta, que la provincia que para ante él le confiara la gestión de sus negocios y herejías y con más especialidad de hechiceros, siendo tanta su abundancia que, a pesar del defecto moral que los inhabilitaba para todo servicio en casa honesta, encontrábaseles de criados hasta en los monasterios y conventos. Casi no había un enfermo que dejase de atribuir sus dolencias a los efectos de algún maleficio. Las informaciones (raras) que el comisario del Santo Oficio de la Inquisición hiciera acerca de algunos de tales delitos, quedaban más allá en Lima, sin que se volviese a oír hablar de semejante cosa en la vida; y como a los jueces reales les estaba vedado el entender en causas de esa naturaleza, los bergantes hechiceros, cuyo pacto con el demonio era notorio, campaban por su respeto.

[…]

Los adivinos, hechiceros y magos invocaban al demonio con nombre de ángel de luz, rindiéndole cierta manera de adoración y ofreciéndole perfumes y hierbas olorosas. Había evocadores del demonio (que vendrían a ser los espíritus de nuestros días), el que se les aparecía en la figura de un animal o bien representando a las personas, vivas o muertas, pecadoras o beatificadas, con quienes querían comunicarse cara a cara. Le hablaban, y recibían sus respuestas, sobre sucesos pasados, actuales o futuros. Encendíanle luces y quemábanle incienso, al propio tiempo que, con una bebida hecha de yerbas y raíces (el achuma, el chamico y la coca), se enajenaban y entorpecían los sentidos hasta el punto de engendrar en su mente las ilusiones y representaciones fantásticas que luego tenían y publicaban por revelaciones inequívocas de las cosas o de los hechos que deseaban conocer o de que prometían dar noticia. Aparte de los invocadores al demonio, militaban en América los astrólogos, levantando figuras para formar el horóscopo de las personas y formulando juicios sobre casos futuros y contingentes o sobre acciones dependientes de la voluntad divina o del libre albedrío de los hombres. Para las adivinaciones y hechizos valíanse, asimismo, los que en sus artes diabólicas ejercitaban su malicia, de habas, trigo, maíz, monedas, sortijas y de otras semillas y objetos semejantes mezclando lo sagrado con lo profano: evangelios, agnusdeyes, aras consagradas, agua bendita, estolas y otras vestiduras sacerdotales. Tenían y usaban ciertas cédulas enigmáticas y recetas o memoriales; palabras u oraciones: círculos, rayas y caracteres; reliquias de santos; piedra imán; cabellos, cintas y polvos; candelillas, redomas, ollas; vasos de agua, alfileres, etc. Aparecieron muchas alumbradas, mujeres que hacían milagros, recibían favores del cielo, tenían visiones y revelaciones, sabían lo que pasaba de tejas arriba y de tejas abajo, adivinaban y predecían, daban fructuosos consejos y sanaban a los enfermos. Cosas eran estas que alarmaban a las conciencias timoratas y alguna vez impulsara a los ministros de la Inquisición a considerar y averiguar si la mujer favorecida con tales virtudes albergaba en su alma y en su corazón el espíritu y experimentaba los arrobos de ángel de luz o de ángel de tinieblas. Las mujeres iluminadas constituían por sí solas una plaga.

Célebre fue en el indiano hemisferio la titulada madre Ángela o Ángela de Dios, cuyo apellido era Carranza, natural de Córdoba del Tucumán, quien, pasando al Perú y frecuentando los templos de Lima, logró que la tuviesen por santa. Para llenar con la mies católica los trajes del infierno, habíase valido (como suele) el demonio de una de esas mujeres que llaman beatas. Lo era la tucumana del hábito de San Agustín. Era la maestra de la mística, la abogada del pueblo, la maravilla del orbe: éxtasis, raptos, inteligencias misteriosas con seres superiores, revelaciones, milagros. Juzgábase compendiado el cielo en aquella mujer. Vinculaba la felicidad de las personas, el buen éxito de los negocios, aspiraciones y empresas, a los objetos que santificaba: rosarios, medallas, campanillas y cencerros, cuentas, pañuelos, espadas y dagas, papeles escritos y firmas, sus cabellos y muelas y uñas, sus enaguas, vendas y paños teñidos en su sangre. Tan enorme era la cantidad de prendas santificadas y de amuletos, que, cuando el tribunal de la Inquisición publicó edictos mandando entregar todos los que hubiese en manos de particulares, se llenó con ellos una sala espaciosa. Sólo las cuentas y rosarios contábanse por millones: en diez pontificados no distribuyera tantos la Sede Apostólica. Muchos llegaron con su fama y celebridad hasta la misma Roma. En los quince años que la tal Ángela de Dios ejerció su ministerio, escribió quince libros en materias teológicas, comprendidos en quinientos cuarenta y tres cuadernos, con más siete mil q1uinientas fojas. Tuvo engañados hasta los virreyes y arzobispos. Era vana y arrogante, impaciente, iracunda y codiciosa en extremo. Fallóse su causa en 20 de diciembre de 1694.

Obra han sido el espíritu infernal y las brujerías, los hechizos y ensalmos, la buenaventura, el prestigio y la magia, la adivinación y hecho, en suma, o todo fenómeno, ya puramente imaginario, ya real o ya sofisticado, que ofreciera condiciones, apariencias, caracteres o indicios de responder a una alteración de orden regular de las cosas ante el criterio teológico. Ciertos accidentes raros del histerismo, ciertas enfermedades nerviosas, no vinieron a ser manifestaciones de la presencia de espíritus malignos o demonios que rodeaban (obsesión) o se habían introducido (posesión) en el cuerpo del o de la paciente, a quien estaban atormentando: idea que tenía sus raíces en la genitalidad y el judaísmo. El exorcismo era su remedio.

La relajación de sus costumbres, durante el siglo decimosexto, presentábase con mayor desenfado aun que en la Península entre los pobladores del Nuevo Mundo. El clero se dejaba llevar de la fácil corriente desencadenada que al gusto convida con deleites, demostrándolo con sobrada notoriedad el crecido número de solicitantes en confesión que registran los anales del Santo Oficio. Corrían de boca en boca, a manera de sentencias, frases indicativas de un estado social nada ascético, de gentes mejor halladas con las comodidades y placeres de la vida terrena que con las prácticas austeras de la perfección cristiana. En este mundo no me veas mal pasar, que en el otro no me verás penar, era refrán válido entonces, que de España lo recibiera gustosa la placentera América. Una beata de la Merced, llamada Francisca Ortiz, en Santiago de Chile, declaraba ante el comisario del Santo Oficio que realmente ella había procurado siempre no verse contrariada en sus gustos, recordando que en España oyera muchas veces decir: en este mundo no me veas mal pasar, que en el otro etc. Otra mujer, Lucía de León, fue igualmente procesada, por haber dicho que los vecinos de Cuyo (Argentina), cuya conducta se censuraba, se atenían acaso, para su gobierno, al refrán: en este mundo no me veas mal pasar, etc.


Jerónimo de Ortega, clérigo, confiesa haber firmado cédula al demonio, y que arrodillado en medio del campo, ofrecíale coca, que para el efecto levantaba con sus manos en alto, invocándole en esta forma: tú, a quien dicen señor del África, como tan poderoso, ayúdame y dame fortuna, así en el juego como en amores.

[...]

6.20.2008

Belgrano y la Bandera


Frases de Manuel Belgrano:

Deseo ardorosamente el mejoramiento de los pueblos. El bien público está en todos los instantes ante mi vida.

El miedo sólo sirve para perderlo todo.

El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al inocente.

En mis principios no entra causar males sino cortarlos.

En vano los hombres se empeñan en arrastrar a su opinión a los demás, cuando ella no está cimentada en la razón.

Este país, que al parecer no reflexiona ni tiene conocimientos económicos, será sin comercio un país desgraciado, esterilizando su felicidad y holgando su industria.

La vida es nada si la libertad se pierde.

Lo que creyere justo lo he de hacer, sin consideraciones ni respetos a nadie.

Los hombres no entran en razón mientras no padecen.

Me hierve la sangre, al observar tanto obstáculo, tantas dificultades que se vencerían rápidamente si hubiera un poco de interés por la patria.

Mis ideas no se apartan de la razón y justicia que concibo, ni jamás se han dirigido a formar partidos, ni seguirlos.

No busco glorias si no la unión de los americanos y la prosperidad de la patria
.

6.19.2008

Río de la Plata. Primeras Crónicas

En que se trata de la ruta y viaje que yo, Ulrico Schmidl, de Straubing, hice en el año 1534, A. D.; partiendo el 2 de agosto de Amberes, arribando per mare a España y más tarde a las Indias. Todo por la voluntad de Dios Todopoderoso. También de lo que ha ocurrido y sucedido a mí y mis compañeros, como se cuenta más adelante.

I

Primeramente habréis de saber que desde Amberes hasta España tardé catorce días, llegando a una ciudad que se llama Cádiz. Desde Amberes hasta dicha ciudad se calcula que hay cuatrocientas leguas por mar. Cerca de esta ciudad había catorce buques grandes, bien pertrechados con toda la munición y bastimentos necesarios, que estaban por navegar hacia el Río de la Plata en la Indias. También se hallaban allí dos mil quinientos españoles y ciento cincuenta entre alto-alemanes, neerlandeses y austríacos o sajones; y nuestro supremo capitán, de alemanes y españoles, se llamaba don Pedro Mendoza. Entre esos catorce buques, uno pertenecía al señor Sebastián Neithart y al señor Jacobo Wesler, de Nuremberg, quienes enviaban a un factor, Enrique Paime, al Río de la Plata, con mercaderías: en ese buque de los dichos señores Sebastián Neithart y Jacobo Welter hemos navegado hacia el Río de la Plata yo y otros alto-alemanes y neerlandeses, unos ochenta hombres, bien pertrechados con armas de fuego y de otras clases. Así partimos de Sevilla en el año 1534 en catorce buques con el dicho señor y capitán general don Pedro Mendoza. El día de San Bartolomé llegamos a una ciudad en España que se llama San Lúcar, a veinte leguas de Sevilla. Allí hemos quedado anclados, a causa de la fuerza del viento, hasta el primer día de septiembre de dicho año.

II

Después que partimos de dicha ciudad de San Lúcar, llegamos a tres islas que están juntas unas con otras. La primera se llama Tenerife, la otra Gomera y la tercera La Palma; desde la ciudad de San Lúcar a estas islas hay más o menos doscientas leguas. Los habitantes de ellas son españoles puros, así como sus mujeres e hijos, y hacen azúcar; las islas pertenecen también a la Cesárea Majestad. Con tres buques fuimos a La Palma y allí permanecimos y reparamos los barcos.

Cuando nuestro general don Pedro Mendoza ordenó que nos acercáramos, pues estábamos a unas ocho o nueve leguas de distancia los unos de los otros, resultó que a bordo de nuestro buque venía don Jorge Mendoza. Este Jorge Mendoza andaba en amores con la hija de un rico vecino de La Palma y, cuando al día siguiente quisimos ponernos en marcha, resultó que el susodicho de don Jorge Mendoza había bajado a tierra a medianoche, acompañado por doce secuaces, e ido a la casa de ese vecino de La Palma, trayéndose al buque a la hija de ese vecino y a su doncella, con todas sus joyas, vestidos y dinero. Subieron al buque a escondidas, en tal forma que ninguno de nosotros, ni el capitán Enrique Paime, nos enteramos de nada; el único que pudo saberlo era quien montaba a la guardia durante la noche, pues esto ocurrió a medianoche.

Partimos a la mañana siguiente, y apenas nos habíamos alejado una o dos leguas cuando nos tomó un fuerte ventarrón y tuvimos que regresar al mismo puerto de donde habíamos partido, largando allí anclas. Nuestro capitán Enrique Paime quiso bajar a tierra en un barquito de esos llamados bote o batel, y cuando quiso desembarcar vio la costa a unos treinta hombres, bien armados con arcabuces y alabardas, quienes querían prenderlo. Así se lo advirtió uno de los marineros, diciéndole que no tocara la costa, pues tenían intención de apresarlo. Nuestro capitán quiso volver inmediatamente a su buque, pero no pudo hacerlo tan pronto como deseaba, porque los que estaban en la costa subieron a unos botes que tenían preparados; pero así y todo el referido capitán Enrique Paime pudo escapar y subir a otro buque que estaba más cerca de la costa que el suyo propio, así que no pudieron prenderlo. En la ciudad de Las Palmas hicieron tocar las campanas a rebato, cargaron dos piezas de artillería y dispararon cuatro cañones contra nuestro buque, pues no estábamos lejos de la tierra. Con el primer tiro, hicieron pedazos la vasija del agua que, siempre llena de cinco o seis cubas de agua fresca, el buque lleva en popa. Con otro tiro hicieron pedazos el palo de mesana, que es el último mástil hacia la popa del buque y abrieron un gran agujero, matando un hombre; con el cuarto no acertaron.

A costado del nuestro había dos buques, que también estaban por navegar hacia Nueva España en Méjico, y su capitán había bajado a tierra con ciento cincuenta hombres. Ellos arreglaron las paces entre nosotros y los de la ciudad, prometiendo que les entregarían a don Jorge Mendoza, a la hija del vecino y a su doncella.

Así vinieron a nuestro buque el regidor y el alcalde y también nuestro capitán y el otro capitán, y quisieron apresar a don Jorge Mendoza y a su querida. Pero éste contestó al alcalde que ella era ya su esposa de cuerpo y ella dijo lo mismo. Entonces se los casó de inmediato; pero el padre quedó muy triste. Nuestro buque quedó muy estropeado por los cañonazos.

III

Después de esto dejamos en tierra a don Jorge Mendoza y su esposa: nuestro capitán no quiso dejarlos viajar más en su buque.

Reparamos nuevamente nuestro barco y navegamos hacia una isla que se llama San Jacobo —o, en su forma española, Santiago— que pertenece al rey de Portugal, donde hay ciudad. Los portugueses la mantienen en su poder y a ellos están sometidos los negros africanos que la habitan. Allí permanecimos cinco días, y volvimos a cargar provisión fresca de carne, pan, agua y todo lo que es necesario en alta mar.

IV

Allí se reunieron los catorce buques de la flota y salimos al mar. Navegamos dos meses, hasta que llegamos a una isla donde hay solamente aves, que matamos a palos, y donde permanecimos tres días. Allí no hay gentes y la isla tiene unas seis leguas de ancho; queda a unas mil quinientas leguas de camino de la antes nombrada isla de Santiago.

En este mar se encuentran peces voladores y peces grandes como ballenas, y peces que se llaman peces-sombrero, pues tienen sobre la cabeza un gran disco fortísimo que parece un sombrero de paja. Con este disco pelean con otros peces; son muy grandes, fuertes y valientes. Hay también otros peces que tienen sobre su lomo una cuchilla de hueso de ballena, y en español se llaman peces-espada. También hay otro que tiene una sierra sobre el lomo, hecha de hueso de ballena, pez grande y malo que en español se llama pez-sierra. Fuera de ésos, hay en estos parajes otras muchas clases de peces, que no describiré en esta ocasión.

V

De esta isla navegamos luego a otra que se llama Río de Janeiro, y los indios se llaman tupís, donde estuvimos como catorce días. Ordenó allí don Pedro Mendoza que nos gobernara en su lugar don Juan Osorio, quien era como su propio hermano, pues él se encontraba enfermo, tullido y decaído. Pero el referido Juan Osorio fue calumniado y denunciado a su hermano jurado, don Pedro Mendoza, como que pensara levantar y amotinar la gente contra él. Por esto don Pedro Mendoza ordenó a otros cuatro capitanes, llamados Juan Ayolas, Juan Salazar, Jorge Luján y Lázaro Salvago, que apuñalaran al referido Juan Osorio, pues correría igual suerte. Se le hizo injusticia, como bien sabe Dios Todopoderoso; era un recto y buen militar y siempre trató muy bien a los soldados. ¡Dios sea con él clemente y misericordioso!

VI

Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de navegar quinientas leguas llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques, y de inmediato nuestro capitán general don Pedro Mendoza ordenó y dispuso que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.

Desembarcamos en el Río de la Plata el día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamados charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cueros, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusiera al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tiene más de ocho leguas de ancho.

VII


Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También estas mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos querandís no tienen paradero propio en el país, sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país. Cuando estos indios querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en algunos casos buscan una raíz que se llama cardo, y entonces la comen por la sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo dicho en forma clara.
Los susodichos querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces nuestro capitán don Pedro Mendoza envió en seguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo estuve en ese asunto. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados querandís. Cuando allí llegamos, los indios eran unos cuatro mil, pues habían convocado a sus amigos (...).

Fragmento de Viaje al Río de la Plata, Ulrico Schmild.




6.17.2008

Nacimiento

Inicio este blog en un día difícil, complicado, confuso.

Transito las calles y solo observo amaguras, broncas e indiferencias.

En mí, solo golpea fuerte la angustia. Esa angustia que provoca ver cómo se cometen día tras día los mismos errores.

Somos muchos, quienes nacimos entre los años 50 y 60, que hoy oímos voces con discursos demasiado conocidos y que nos muestran siempre las mismas imágenes, recurriendo siempre, a argumentos caducos, que solo movilizan la memoria hacia un pasado nefasto que no pretendemos olvidar, pero donde no hallamos salidas o soluciones saludables para el país.

¿Por qué en mi tierra nunca he podido ver el final de un gobierno en forma democrática? Un cambio de modelos, aunque no sea el que yo elija, pero respetado como la Constitución lo indica.

Hoy escucho al gobierno y sé y siento que no quiero otro golpe de Estado, escucho al campo y no percibo que estén pensando en el bienestar de los argentinos.

Inicio hoy este espacio en medio de un mar de confusiones; y aunque no soy creyente, tengo la imperiosa necesidad de pedir a Dios por quienes no pueden crearse una opinión crítica, por todos aquellos —que son muchos, muchísimos— que viven en la marginalidad, en la desnutrición.

Estoy harta de soberbias, de intereses que solo miran sus conveniencias. Estoy harta, sí, y quiero huir y quedarme, porque tal es mi ofuscación que no llego a vislumbrar cuál es el mejor camino para seguir andando. Creo, sin embargo, que el menos malo es apostar a que las instituciones democráticas continúen su camino, al menos siento que estoy respetando ese libro sagrado que es La Constitución de la Nación Argentina.

Paradójico, tal vez común en mí, en una noche de tristeza y revolución interna de sentimientos, necesito que algo nazca. Tal vez es la razón por la que hoy, 17 de junio de 2008, nace Clio Buenos Aires.

Clio