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10.29.2008

Calles y la Vieja Recova



A dos siglos de la fundación de la ciudad todavía se ignoraba el pavimento. Solo había calzadas de tierra con pronunciados desniveles donde se atascaban las carretas. Las calles en verano eran polvorientas y en invierno se formaban inmensos fangales.

Escribió Juan María Gutiérrez en 1860: “Los que viven en Buenos Aires y transitan por sus cómodas aceras no se imaginan cómo eran esas calles del siglo XVIII. A mediados de este, en 1757, y como consecuencia de una lluvia continuada de 35 días, quedó el vecindario confinado en sus casas, alimentándose de viandas secas como en una plaza sitiada. Formáronse pantanos y tan profundas hondonadas, que se necesitó poner centinelas en una de las cuadras de la calle y torres en las cercanías de la Plaza Principal, para evitar que se hundieran y ahogaran los transeúntes, principalmente los de a pie”.

A todo esto deberíamos agregar que las intensas precipitaciones destruían terraplenes y carcomían las bases de los edificios, las aguas servidas recorrían las calles y los cerdos andaban sueltos

El virrey Juan José de Vértiz y Salcedo, que asumió el poder en 1778, encaró por primera vez el adelanto edilicio de la ciudad, encomendando al ingeniero Joaquín Antonio Mosquera un estudio de nivelación y empedrado. A pesar de la iniciativa, comenzar el proyecto no fue fácil, dado que los vecinos temían que el paso de las carretas por el empedrado conmoviera los cimientos de las casas. Finalmente, los primeros que gozaron de este beneficio fueron los vecinos de Plaza Mayor a San Ignacio (hoy calle Bolívar).

La Vieja Recova

En 1776 —fines del gobierno de Ceballos y principios del de Bucarrelli—, comienza a girar la idea de construir en la Plaza una Recova. El proceso fue lento, la ejecución recién fue autorizada en 1802 por el virrey del Pino y le adjudicó el trabajo al Maestro Mayor de Obras de la Colonia, don Juan Bautista Conde. Consistía en un edificio de dos plantas, de estilo morisco, con cuartos dobles interiores e independientes, los del piso bajo estaban destinados al comercio y los de alto para alojamiento.

Así se concretó la idea de que la ciudad tuviera un mercado de abasto.

La Recova, entonces, dividió la Plaza Mayor en dos partes: La Plazoleta del Fuerte que servía a la fortaleza, y la Plaza Victoria (nombre dado en conmemoración de la Reconquista) frente al Cabildo y la Catedral. Ambas se comunicaban por la arcada central de la Recova.

Cuando pasaron los años y el edificio comenzó a deteriorarse, Rosas, en 1835, la puso en venta privada sin éxito. Medio siglo después, siendo intendente Torcuato de Alvear, se autorizó definitivamente su expropiación para mejorar esa parte de la ciudad. En pocos días se borró la arquería de la Recova Vieja, uniendo de nuevo las plazas de la Victoria y la del Fuerte que, desde el 25 de Mayo de 1811, se llamaba Plaza 25 de Mayo.

La historia de la Recova se puede resumir así: 26 años duró su gestión, fue construida en 9 meses y duró 83 años. Finalmente, fue demolida en 5 días.

10.09.2008

Los cafés de Bs. As. Época colonial (4)

Café Smith

Estaba ubicado en la calle Perú, junto a la Plaza de la Ranchería o mercado del Centro. No solo era café, también se servían comidas; se especializaban en platos ingleses.

El acontecimiento más importante del año 1838 fue el fallecimiento de doña Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas. En Buenos Aires fue un año clave también, por el bloqueo de las potencias europeas que traen como consecuencia la reducción de los recursos fiscales. También se produce una gran crisis ganadera, y se presume que si no existió un levantamiento popular fue el gran temor que el pueblo sentía por Rosas. De todas formas, el porteño, a pesar de la crisis, acude a la inauguración del Teatro Victoria, ubicado en el 954 de la calle del mismo nombre. Tan importantes fueron los problemas ese año que casi no hubo festejos para el día de la Independencia, pero un grupo de jóvenes se reúne en el café Smith en un acto organizado por las Asociación de Mayo. El banquete fue todo un éxito y entre los jóvenes estaba Esteban Echeverría que brinda por las esperanzas del espíritu de julio y por el pensamiento de Mayo. A partir de esa noche, en Buenos Aires, se conocerá al café de Smith como el “Templo de la Libertad”.



Café de la Comedia

En 1792 se incendia el Teatro de la Ranchería y hasta 12 años después, Buenos Aires no logró otra sala teatral. Recién el 5 de febrero de 1804 se prometió a la población la inauguración del teatro Coliseo, que en realidad era el Coliseo Provisional, que por autorización del Virrey Pino, comenzaron a construir don José Speciali y Ramón Aignase, propietario del café Don Ramón. El francés Aignase era el dueño del lugar, en el que además, se encontraba el local del café. En el otro extremo se hallaba el Café de la Comedia. La noche del 14 de julio de 1804 cuando se inaugura el teatro de Comedias con la representación de Los ápides de Cleopatra, el café inicia una nueva vida, pues hasta él llegaron muchos artistas de aquel momento, cómicos como: Velarde, Morante, Ortega; comediantes como Casacuberta; hombres públicos y escritores como Ambrosio Mitre, Vélez Gutiérrez, Camilo Enríquez, Wilde.

Debido al pésimo estado del techo, este café debió ser clausurado y ya no volvió a abrirse. Estos cafés, nacidos en la época colonial, existieron aproximadamente hasta la fecha que el país entra en la etapa de organización nacional, allí se reunieron los actores de estos acontecimientos.



Café de Marcos

Algunos caballeros se detienen al llegar a la esquina de la Santísima Trinidad (actual calle Bolívar). Indecisos ante la barrosa calle, buscan el paso de tierra para cruzar a la acera de enfrente: acunemos nuestra imaginación con cánticos de curiosidad y sigamos su rumbo. Ya han doblado por la Santísima, y al llegar a la esquina de San Carlos, se detienen expectantes. (La esquina de San Ignacio —calles de la Santísima Trinidad y San Carlos— es actualmente la intersección de Bolívar y Alsina). Algunos miran con goce espiritual el atrio de San Ignacio; los jóvenes menos ceremoniosos, apuran su mirada hacia la esquina (Revista Logos N.º 4, Bs. As. 1942).


En 1801, El Telégrafo Mercantil indicaba que el dueño del nuevo lugar era don Pedro José Marco. A la entrada indicaba un cartel: "Villar*, Confitería y Botillería". Pero este café sorprendió por contar con un sótano para mantener frescas las bebidas y una gran innovación: un coche de cuatro asientos que podía ser alquilado por los parroquianos, los días de lluvia, en la temporada invernal, cuando a estos se les hiciera muy dificultoso llegar hasta sus casas.

Este café adquirió popularidad durante los años anteriores a 1810. Varias generaciones iniciaron su paso por la política en este café. Cuando el 1.º de enero, Martín de Álzaga planeaba allí la revuelta del Colegio San Carlos, las autoridades decidieron clausurar el café y detener a su propietario. Pero ya el lugar había pasado a la historia. Días después, hombres de Álzaga fueron llevados presos a Carmen de Patagones, y luego de ser liberados por el bergantín Hiena, de la Armada Española, cantaban desde la cubierta la siguiente estrofa:

Aunque se rompan los sesos
allí en el café de Marcos,
no evitarán que sus barcos
zozobren o sean presos.
Gaste millones de pesos
la República Argentina,
agote del Famatina
ese mineral tan vasto,
que a pesar de tanto gasto
no puede tener marina.


(Gandía, Enrique, Orígenes desconocidos del 25 de mayo de 1910, pág. 292, Ed. O.C.E.S.A., Bs. As., 1960).

Lo cierto es que en esa esquina de la Santísima Trinidad y San Carlos, arden las pasiones de Castelli y Monteagudo: El mismo Monteagudo, cuyo espíritu fogoso iluminó las mentes aquella noche del 30 de junio de 1812, cuando el Triunvirato buscaba a don Martín de Álzaga, se encaramó en una mesa del Marcos y lanzó su desafío a la lucha. (Morales, Ernesto, La Prensa, 6 de diciembre de 1942).

Hay discrepancias en torno al nombre del café; para unos fue Marcos, para otros, Marco y Miguel Cané lo denominó Mallcos, incluso, existió un inglés que lo llamó San Marcos. Para el historiador Pérez Revello era el café de Marcos.

Para la generación de Mayo fue tan importante este café, que en ocasión de los disturbios del 11 de marzo de 1811, muchos de los jóvenes detenidos, al ser liberados, provocaron un tumulto callejero al grito de: ¡Al café, al café! Pero el final de este café se provoca por la llegada de la fiebre amarilla, el temor a la barriada del sur, centro de la epidemia, aleja a los hombres hacia el norte y el café va muriendo poco a poco.

No fue el único café de este propietario, contó con otro que estaba ubicado en la esquina actual de Perú y Alsina y estaba atendido por un socio: Antonio F. Gómez. A él acudían los artistas que actuaban en el Teatro de la Ranchería hasta que se incendió (1804) y la gente que concurría al mercado Viejo o del Centro.


* La palabra billar, en la época colonial, se escribía villar.

9.26.2008

Supersticiones del Río de la Plata (4)

Capítulo 9 - Salamancas

El acceso al interior de las salamancas, a la manera de los templos o escuelas mágicas del Egipto y del Asia, está, por lo general, vedado. Para merecer y poder entrar en ellas, es necesario revestirse de mucho coraje y de mucha indiferencia a todo cuanto rodee y sea capaz de hacer impresión leve o vehemente en los sentidos y en el ánimo del aspirante, que debe tener al intento la impasibilidad de un estoico. Pruebas terribles, aparatos y ceremonias magníficas, que traen a la mente las que usaron los pueblos de Oriente y las que diz que usan los masones en la recepción de sus neófitos, esperan al sujeto que quiere iniciarse en los misterios de la salamanca. [...]

[...]Cuentan que hubo un hombre que, siguiendo los consejos de un amigo, se propuso ir a buscar a una salamanca los medios de ser feliz, que no creía ni encontraba fáciles de hallar en el mundo. Para el efecto, encaminóse, con arreglo a las instrucciones que del amigo recibiera, hacia el ocaso, a puesta del sol. Después de nadar un largo trecho, sin saber cómo ni cuándo, topó de manos a boca con dos formidables yaguaretés, o tigres del país, que estaban peleando enfurecidos. El peregrinante debía proseguir su camino, sin temor, sereno, imperturbable, entre los mayores peligros o daños que pudieran amenazar u oponérsele al paso. Así lo hizo; y pasó inmune por entre las ensangrentadas uñas y colmillos de los dos tigres horripilantes. Halló enseguida dos bravísimos leones despedazándose; y por entre sus garras y sus dientes pasó tranquilo y pausado, sin que la más mínima lesión hubiese herido su epidermis. Luego pusieron en inminente peligro la vida del caminante las desnudas espadas de dos irritados combatientes; pero entre las cuales pasó él, sin embargo, ileso. Más adelante se halló en medio de una espaciosa campiña alfombrada de césped, asombrada con esbeltos árboles frondosos, esmaltada con floridas plantas odoríferas que encantadoras ninfas cultivaban, cubierto el cielo de bandadas de pájaros maravillosos por la hermosura de su plumaje y su dulcísima melodía de su canto. Pero el peregrinaje debía de ser tan insensible a los atractivos de la belleza y de los halagos más eficaces o tentadores, como indiferente a los peligros y a las cosas que mayor repulsión causan ordinariamente al hombre. ¿Quién creyera, conociendo la condición humana, que también en esta parte había de cumplir al pie de la letra el peregrinante las instrucciones que le diera aquel amigo suyo ya iniciado en los misterios de las salamancas? Nada le valió empero el sacrificio heroico que hiciera de los más legítimos afectos, la constancia con que sobrellevara los más temibles trances que pusieron a prueba su fortaleza e inmutabilidad durante su peregrinación por sendas y regiones nunca holladas de su planta. O alguna vez flaqueó, cuando menos con la intención, siempre insegura en medio de tantas solicitaciones como las rodean al hombre en el mundo y le rodean a él en la subterránea mansión de los seres encantados; o el destino, contra el cual vana en toda resistencia, le conducía ineludiblemente a un término fatal en una vida llena de peripecias crueles. Entre estas tinieblas, tras larga jornada, apersonósele un individuo que por la voz y gravedad con que hablaba conoció ser un anciano, quien, haciéndole sentar, preguntó qué buscaba y qué quería. Luz, dijo el peregrino. ¿Qué clase de luz? repuso el anciano, ¿blanca o negra? Maquinalmente, sin hacerse cargo de las consecuencias que pudiera traer una respuesta inconsiderada, sin pensarlo, respondió: negra. El anciano colgó del cuello del peregrino una bolsita que contenía un negrillo de palo, diciéndole: ahí tienes lo que me pides. Una serie no interrumpida de contrariedades y amarguras ocasionadas, ora por lo que se llama desgracia o mala suerte, ora por propia imprudencia, por propio vicio y por propia malicia; tal fue la vida del peregrino, después de su salida de la salamanca.

La luz negra, que, junto con los rayos visibles, a los ojos de la ciencia ilumina los espacios, concurriendo poderosamente a la vida universal, para el mago y para el vulgo surge de los abismos y envuelve al hombre en lúgubres sombras de muerte que le hacen desgraciado en el mundo. [...]

[...]Salamanca, tratándose de cuevas mágicas o encantadas, no es otra cosa etimológicamente que el nombre sustantivado de la antigua y célebre ciudad que como propio le lleva en España. Hubo en términos de Salamanca (y sin dudas habrá más aún) una cueva llamada de San Cebrián, famosa de antiguo por la creencia vulgar de que allí enseñaban la nigromancia y otras artes de encantamiento. Conociósela también en la Península por el nombre liso y llano de cueva de Salamanca. [...]

[...]El insigne dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón compuso también una comedia con el título de La cueva de Salamanca. Otros muchos escritores de más o menos nombradía contribuyeron a hacer proverbiales, en son de burla, mediante graciosas escenas y descripciones, la ya vulgarizada patraña de la cueva de Salamanca.

El vulgo complacíase en tales consejas; pero el más crédulo no por eso dejaba de tomar a lo serio las cosas. No era solo la de Salamanca, sino también la de Toledo, cueva encantada famosa. Decían que en una y en otra se había enseñado la magia en tiempos de los sarracenos. Después de la expulsión de los oros, continuó asociada a esas y muchas otras cuevas la idea de los encantamientos.

La fama de las maravillas de que era testigo el que visitaba la misteriosa cueva de Salamanca, extendiéndose por toda España, pasó a los mares de Occidente en boca de pobladores del Nuevo Mundo, cuyas cavernas llenaron de encantadores y adivinos. La cueva de Salamanca produjo así en América no corto número de salamancas. [...]

[...] Aunque las salamancas de que se trata sean originarias de la Península, no por eso ha de creerse que toda cueva encantada tenga la misma procedencia; pues no pocas hay en las regiones del Plata, así como en el resto del continente, que fueron reputadas albergue de prodigios por los naturales que antes del descubrimiento poblaban la tierra, y en ellas asimismo establecieron su escuela y su oratorio los magos indígenas, mensajeros y ministros de añanga, de gualicho y otras divinidades representativas del demonio. ¿Qué superstición habrá que, nacida en el Viejo Mundo, carezca de otra análoga o semejante en el Nuevo Mundo? La condición humana y la naturaleza exterior en todas partes son idénticas. Variarán los accidentes, ofrecerán diversas particularidades; pero, en el fondo, el que nació en Europa hallará en el Asia, en el África, o en la Oceanía, en la primitiva América, reproducidas las mismas cosas. [...]

[...]En cuevas y lugares ocultos, donde rendían culto a su divinidad infernal, a quién invocaban en sus consultas y empresas graves, encerrábanse también, entre araucanos, por largo tiempo, los que aspiraban a iniciarse en las doctrinas y secretos de la magia que los machíes y huecuvuyes practicaban. Allí permanecían todo el tiempo necesario sin ver entretanto el sol, pasando por diversas pruebas, entre ellas las aparentes de arrancarles los ojos y la lengua, para sustituir una y otros con la lengua y ojos de Pillán o Huecuvú (su dios tutelar), y el meterle una estaca por el vientre, sacándola por el espinazo.

Los huecuvuyes o reníes, entre los araucanos, andaban vestidos con unas mantas largas, llevando también largo el cabello. Los que no le tenían naturalmente largo, suplíanle con una cabellera postiza de cochayuyo o de otro filamento vegetal. Vivían separados del concurso de las gentes y durante largo tiempo permanecían incomunicados en lóbregas cuevas de montañas escarpadas. El nombre de Huecuvuyes les viene de Huecuvú, que, del mismo modo que Pillán, representaban una divinidad, que para los nuevos pobladores no significa ni podía significar otra cosa que el demonio, a quien consultaban para dar sus respuestas y ejercer los demás actos propios de su ministerio.

En hondos y secretos soterraños
Tienen capaces cuevas fabricadas,
Sobre maderos fuertes afirmadas
Para que estén así nestóreos años:

Las cuales, en lugar de ricos paños,
Están de abajo arriba entapizadas
Con todo el suelo en ámbito de esteras
Y de cabezas hórridas de fiera.

Pedro de Oña; Arauco domado, Acto II.

Los huecuvuyes sacrificaban víctimas humanas y de animales a su deidad, incesando con el humo del tabaco. Ni faltaban en las cavernas las serpientes y los lagartos, las transformaciones de seres humanos en cóndores y en otras clases de animales, el fuego, los estruendos y otros encantos. Las ramas de canelo, árbol sagrado, figuraban en sus ceremonias, como en las de los machíes cuando hacían sus curaciones. [...]

[...]Los que aspiraban a iniciarse en los arcanos de la magia, entre los guaraníes, sufrían rígidos ayunos, mortificábanse con duras penitencias, absteníanse del contacto con el agua, de toda loción de su cuerpo, de todo abrigo, de toda otra comida que la pimienta y el maíz tostado en cortísima cantidad, en lugares fríos, lóbregos y retirados, donde el demonio acudía a sus fervientes invocaciones. Cuando volvían al mundo, invocábanle bebiendo la yerba del Paraguay, que para el efecto reducían el polvo. [...]

9.09.2008

Los cafés de Bs. As. Época colonial (3)

Café de Los Catalanes

Todo El Café de los Catalanes estuvo impregnado de misterio por poseer un nombre hispano, cuando fue fundado por un gringo de origen ligur: don Miguel Delfino. Cuando este falleció, el comercio fue transferido a Francisco Migoni, también italiano. Lo refaccionó y le dio gran impulso hacia el año 1856.

Estaba ubicado en la esquina de Cangallo y San Martín y fue frecuentado por las familias más destacadas de la sociedad porteña. El local contaba con una espaciosa sala y un patio grande y muy hermoso. Allí se consumía: café, té, chocolate, candial, horchata, naranja y copas con bebidas alcohólicas. El frente del edifico tenía su entrada por la ochava esquinera y su portal tenía forma de ojiva; del dintel de la puerta pendía un toldo que servía en la temporada de lluvias para esperar los carros o coches. Dos ventanales muy grandes escoltaban lateralmente la ochava.

Fue algo particular de este lugar su manera de servir el café con leche, lo hacían en grandes tazones que se llenaban hasta desbordar y cubrir luego el plato que lo sustentaba, se le entragaba al cliente una sola medida de azúcar, no refinada, envasada en una lata; el parroquiano vertía el azúcar en el tazón y recién después, el mozo servía el café con leche hasta el desborde. El servicio se completaba con tostadas cubiertas con manteca y una capa de azúcar.

Vicente Fidel López afirma que fue muy frecuentado en la época previa a la Revolución de Mayo. En este café se reunieron los primeros grupos que organizaron reacciones contra el virrey y su régimen. Allí estuvieron: Pancho Planes, Víctor Fernández Grimau, Enrique Martínez, Fontuzo, Voizo y otros jóvenes que reunían a la gente para atraerla hasta el centro y así organizar manifestaciones que pedían la renuncia del virrey. Este café estuvo totalmente ligado a lo popular de la Revolución de Mayo. Existió hasta el año 1873.

Fonda de La Catalana

Como muchas otras fondas, también cumplía la función de café. Estaba ubicada en la esquina que hoy ocupa el Banco Hipotecario Nacional. Era un lugar muy especial, llamado los Altos de los Escalada. Eran muy pocas las casas de altos que existían en esa época, y la de los Escalada era una de esas pocas. La fonda estaba en la planta baja, arriba de esta, habitó la familia Escalada, donde nació Remedios, la esposa del general San Martín. Hacia 1812, era una de las cinco casas de alto que existían en la ciudad. Cuando la familia Escalada la abandonó lo hizo para trasladarse a la esquina de Cangallo y San Martín. A partir de ese momento, la casona fue ocupada primero como hotel y después como cuartería. Circunstancias de la picardía porteña la bautizaron como los Altos de la Cuartería o la Balconada, dado que al quedar convertida en casa de inquilinato, las personas que la habitaban usaban los balcones para refrescarse en el verano. Pero a pesar de todo esto, en la cuadra se seguía destacando La Catalana. José Antonio Wilde, en su libro Buenos Aires, 70 años atrás, cuenta que su dueña era rubicunda, bien agraciada y servía las comidas españolas con mucho esmero, entre los platos que allí se servían se destacaba el mondongo a la catalana.

Café Dos Amigos

El día de la inauguración de este café, dos acontecimientos conmovieron a Buenos Aires, uno fue la inauguración de la navegación de vapor en el Río de la Plata, un viaje que se realizó a San Isidro con 40 personas a bordo. Las quintas de San Isidro recibieron en el arroyo Sarandí a la embarcación impulsada en forma mecánica. El otro acontecimiento fue la noticia de que en la ciudad de Lima había sido asesinado Bernardo de Monteagudo. Estos acontecimientos empañaron la inauguración de este café que nunca tuvo trascendencia.

Café de La Victoria

Se sostiene que La Victoria era el más caro de los cafés de Buenos Aires. A él asistían las personas aristocráticas de la colonia. Era el lugar de reunión de gente mayor y adinerada que adoraba el lujoso local, que tenía características del siglo XVIII en su decoración y que combinaba con enormes espejos. Quien lo frecuentó mucho fue Juan Cruz Varela, el vate de los unitarios, que encontraba en aquella decoración un ambiente ideal para su literatura clásica. Además, en La Victoria, el 27 de abril de 1827, se festejó el triunfo de la Armada Nacional en el combate de Los Pozos con un homenaje al almirante Brown.

Estaba ubicado en la calle Victoria N.º 121, según consta en la Guía de Comercio de Buenos Aires del año 1879. Por su ambiente aristocrático, los jóvenes con sus discusiones políticas no asistían a La Victoria.

Fonda de los Tres Reyes

En la calle del Fuerte, conocida en la nomenclatura de 1808 como la calle Arze, entre Rivadavia y Bartolomé Mitre estaba este solar. Allí concurrían muchos oficiales ingleses, que durante las invasiones y luego de ellas, se instalaron definitivamente en el Plata. También se reunieron allí los conjurados que acompañaban a Álzaga, en los días previos a los acontecimientos del 1.º de enero de 1809.

8.28.2008

Supersticiones del Río de la Plata (3)

Capítulo V. Médicos indios

Los médicos, entre las sociedades salvajes, han sido siempre los hechiceros, como que, para ellas, toda dolencia humana, lejos de proceder de causas naturales que por medios idénticos pudiese ser combatida, no es sino cosa de brujería, que solo podrá deshacerse por personas que de una manera o de otra tengan comunicación o pacto con el diablo o genio del mal. El hechicero reunía al mismo tiempo la cualidad de adivino y el oficio de sacerdote. Los piaches, de mucha fama en las regiones que baña el Orinoco, eran a la vez sacerdotes, adivinos y hechiceros. Para infundirse el espíritu de entusiasmo o de inspiración que necesitaban en las ocasiones más arduas, internábanse en los arcabucos o montes de mayor espesura, y con clamorosos alaridos y gesticulaciones estrambóticas y espantables, invocaban al demonio, que acudía a sus ruegos, asistiéndoles en el trance que motivaba el llamamiento. Contando ya con el auxilio del demonio, metíanse en oscuros bohíos o chozas diputadas para oratorios. Allí, a fuer de oráculos, absolvían las consultas que se les dirigían, y sus consejos o decisiones eran aceptadas como un fallo inapelable.

En la propia forma, ni más ni menos, procedían los magos o adivinos y hechiceros de todas las generaciones que ocupaban el Nuevo Mundo. Los del Río de la Plata, metidos en lo más recóndito de un monte, donde se hallaba la chozuela que les servía de templo o locutorio, enardeciendo su espíritu con abundantes libaciones de chicha, vociferando o brincando y haciendo visajes y contorsiones como un hombre que está fuera de sí, entre los bramidos del tigre y otros gritos aterradores de diversos animales, dirigían sus reverenciadas alocuciones al pueblo, que los escuchaba estupefacto. Eran árbitros del bien y del mal, de la vida y de la muerte, de la fuerza de los elementos; hacían bramar y enfurecerse las fieras, desencadenarse las tempestades, alterarse los mares, crecer o secarse los ríos y lagunas, inundar las tierras. Referían puntualmente lo que estaba pasando en lugares remotos y encantaban a una persona de modo que no le era posible moverse, comer, dormir, hablar ni estar tranquila sin que ellos se lo mandasen. Observaban, para merecer el don de la magia, rigidísimos ayunos y mortificábanse con acerbas penitencias corporales, absteniéndose entretanto de todo género de baños o lavatorios. Vivían desnudos y solitarios en lugares lóbregos, fríos, apartados. No probaban otro alimento que el maíz tostado y el ardiente ají o pimienta. Andaban desgreñados, largas las uñas, macerado el cuerpo, causando horror a las gentes, hasta que, desfallecido y enajenados, recibían de la divinidad, que invocaban con sumo recogimiento y fervor, la privilegiada facultad de hacer cosas estupendas o milagros. Como se ve, las prácticas de estos magos no se diferenciaban de las que observaron los discípulos de Zoroastro, de las que siguen los fakires o santones en el continente asiático, de las que prohijara la Grecia y Egipto, de las que extendiera en la península la dominación arábiga. [...]

[...]Los magos que la conquista halló en América tenían no pocos rasgos de semejanza con los que acompañaron a los nuevos pobladores. Los magos advenedizos, como que se encontraron con hermanos de oficio, tomaron de ellos cuanto les pareció convenir a sus designios. Por eso se advierte en los ensalmos y hechizos y en las ceremonias de los magos criollos mucho de indígena mezclado con lo tradición oriental y europea.

Los aborígenes del Misisipi usaban los propios medios de curar que los del Orinoco, del Amazonas y del Plata. Todos curaban, más o menos, de la misma manera: imponiendo y pasando las manos a guisa de magnetizadores, soplando, sajando y chupando, operaciones que ejecutaban los curanderos mágicos o sacerdotes. [...]

[...]Las causas del dolor o de la muerte eran análogas en todas partes. Ni el dolor ni la muerte procedían de causas naturales. El genio del mal introducía en el cuerpo del individuo a quien quería hacer sufrir o matar, instrumentos punzantes, cortantes o roedores, o seres vivientes, que producían el dolor y la muerte. A veces las causas del dolor son invisibles, pero tienen siempre el mismo origen. Un mago o hechicero, que tenía comunicación con el genio del mal, a quien invocaba en ocasiones graves para ejercer su ministerio, extraía con la boca o echaba afuera con las manos las causas materiales o invisible de los padecimientos humanos. [...]

[...]El modo más constante, casi el modo ordinario que tenían los indígenas de curar las enfermedades en todo el continente americano, ha sido la succión mañosamente ejercida por hechiceros (sus médicos) a fin de extraer por su medio las causas materiales del dolor: un insecto, un gusano, una astillita, una espina. [...] En el lugar donde se hallaba, o donde creían que se hallaba la dolencia, chupaban. Para facilitar la extracción o salida de las causas del mal, solían también, antes de proceder a la succión, sajar la piel en el punto en que debían efectuarla. Los chupadores o sajadores aparecen en las tolderías del guaraní, del chaqueño, del pampa, del patagonés, del fueguino, del araucano. [...]

[...]Lo ordinario será que el diablo dañe al hombre, introduciendo en su cuerpo instrumentos punzantes, cortantes y desgarradores, o seres animados, que destruyan su organismo; un dardo o una flecha diminuta, un hueso, una espina, una pedrezuela, una astilla, un gusano, un insecto voraz y repugnante. Algunos diablillos, como el ayacuá, que era un gorgojo del campo, estaban armados de arco y flechas con los que asestaban certeros y fáciles tiros a las personas que elegían por víctimas. Cuando esto no bastaba, enfurecidos, se abalanzaban al paciente, mordiéndolo y arañándolo con tal saña, que dejaban clavadas las uñas y dientes. De los pampas, hechiceros que tenían pacto con sus respectivos añanga y gualicho, aparentasen sacar de la boca, después de la succión, los gusanos, insectos, astillitas, flechillas, uñitas, espinas, huesecillos o dientecitos que el enfermo tenía en el cuerpo.

Un historiador moderno, tomando como resultado la observación de las causas y de los defectos en el orden natural las prácticas engañosas de los hechiceros, ha llegado a suponer cierto género de conocimientos terapéuticos en los aborígenes de Uruguay. Pondera las dotes culminantes de la raza que poblaba las comarcas uruguayas, de la que hace un retrato moral muy hermoso. Con tal motivo asevera que los indios a que se alude conocían el uso de la ventosa: chupaban con fuerza la parte dolorida del cuerpo, hasta conseguir la inflamación cutánea. De donde resulta que la chupadura tenía por fin hacer afluir los humores de la superficie al cuerpo, o bien efectuar una revulsión, como sucede con las ventosas que aplica la medicina. Tal idea supondría, con efecto, en los charrúas bastante buen criterio y algún estudio de la naturaleza. Pero lo que hacían los charrúas, como todas las demás parcialidades del Río de la Plata era aparentar que extraían del cuerpo del paciente el maleficio que había introducido añanga o gualicho; para lo cual los médicos o hechiceros (machíes, payés), que en realidad de verdad eran unos grandes bellacos, llevaban disimuladamente en la boca, debajo de la lengua, como queda indicado, los gusanos, espinas y farsas al enfermo y circunstantes. Chupaban con fuerza precisamente para hacer creer que trabajaban con afán por extraer el objeto o ser maléfico introducido por el diablo en el cuerpo del paciente, donde se había prendido, digámoslo así, con uñas y dientes. Uno de estos médicos dejó tuerta a la mujer del cacique Lincón, de tanto chuparle un ojo que tenía inflamado. [...]

[...]Supone asimismo el historiador impugnado que las mujeres de los indios iban a parir al río, inducidas de una idea que tuvieran formada acerca de los beneficios del agua, que aplicaban, junto con las fricciones, como método terapéutico, a todas las enfermedades en ambos sexos. [...]

[...]El modo de parir de las charrúas hanlo tenido, no solamente todos los salvajes del Río de la Plata, sino los de Brasil y probablemente los de otras regiones de América. Pónense en cuclillas las parturientas en la orilla de un río o de una laguna; paren; se lavan ellas y lavan la criatura. Luego se vuelven a sus casas tan serenas como si nada les hubiera pasado. [...]

[...]Los pampas y pegüenches tenían, aparte de los procedimientos mágicos, sus yerbas que la Pampa y sierras de los Andes les ofrecían, y hasta sus compuestos medicinales. Usaban, con efecto, una bebida, que, por lo calmante, haría sin duda las veces de un té de malvas. Componíase de pólvora, jabón y piedra lipis o vitriolo (sulfato de cobre) disueltos en agua. ¿Qué gualicho resistiría la acción urente de este fármaco? Si por fortuna se hallaba aquel al alcance de la mano, como en una llaga, de seguro no se les escapaba; metían en la llaga un puñado de pólvora; o curarse o reventar. Ya se deja ver que tales procedimientos son modificaciones que los indios introdujeron en el arte de curar después de la conquista. Tampoco desconocieron la cirugía, y, por ende, la anatomía y la fisiología. Así, por ejemplo, si la enfermedad era interior, abrían el vacío del paciente, cortaban un pedazo de entraña y se lo hacían tragar. Pero lo que da más envidia es ver un enfermo, debajo de un toldo de mantas o ponchos, ya moribundo, rodeado de mujeres y hombres que por medios ejecutivos y con infernal ruido de cascabeles y voces estentóreas intentan ahuyentar a las deidades adversas (gualichos de otras generaciones o de hechiceros enemigos) que introdujeron el mal, entretanto que él o la médica se esfuerza por extraerlo, chupando la parte dolorida. El paciente contempla resignado esta barahunda y aguanta el baqueteo, hasta que vivo o muerto, sale de su cobertizo. Si no lo aguanta, y en su desesperación, huyendo, aplastado por la fiebre, cae al suelo, allí le ultiman a lanzadas. A patadas y puñetazos, que por de contado recibe el paciente, echan de su cuerpo al maligno espíritu los indios de Tierra del Fuego.

Los araucanos tenían, de la propia manera que los pampas, sus machíes o maches, encantadores y hechiceros que ejercían el arte de curar por medios supersticiosos, como que atribuían a Huecuvú o Pillán la causa de sus dolencias. Entre ellos había una clase a que daban el nombre de hueyes (nefandos), que llevaban por vestido una camiseta y un delantal llamado puno, al modo de las mujeres. Usaban el cabello largo y suelto, y las uñas crecidas. Las ceremonias en el acto de curar eran semejantes más o menos a las de todos los pueblos salvajes del Nuevo Mundo. No había de faltar, siendo posible, una rama de su reverenciado canelo, valiéndose asimismo de la succión para extraer de la parte enferma el objeto destructor de la existencia que en él había introducido el Pillán. [...]

8.22.2008

Santa María de Buenos Aires (1)

A pique sobre las barrancas del Río de la Plata y en torno de una fortaleza de barro, se agrupó el primer núcleo de población que constituiría el origen de la Villa de la Santísima Trinidad. Puerto de Santa María de Buenos Aires.

Según el historiador Pérez Revello, hay dos fuentes sobre el origen del nombre de la fundación; una legendaria: se apoya en una virgen de origen italiano, Nuestra Señora de Bonaria (Nuestra Señora del Buen Aire), entronizada en un convento mercedario de Cagliari (Cerdeña) que los marineros veneraban por sus milagros en el mar. La segunda, apoyada en datos históricos, se relaciona con el arribo del fundador Pedro de Mendoza, en cuya expedición figuran dos religiosos mercedarios, que obviamente, conocían los milagros de esta virgen, pues era muy popular en toda la marinería. Como Pedro de Mendoza estaba muy enfermo cuando arribó a nuestras tierras, estos monjes lo convencieron para que le pusiera a la fundación el nombre de la virgen, y que con sus milagros lo ayudara a concretar la empresa con éxito.

Años más tarde, sin que la primera fundación prosperara, Juan de Garay insistió en repoblar el mismo suelo. Así fue como erigió el Acta de la Segunda Fundación de Buenos Aires.

El fundador eligió para esto, el sector de la meseta que hoy se extiende desde Parque Lezama y Plaza San Martín, pasando hacia San Telmo por el Alto de San Pedro. Este lugar estaba surcado por zanjones y arroyos muy pequeños llamados tercetos.

Los tercetos hacían un largo recorrido antes de desembocar en el Río de la Plata: el Terceto del Sud iba desde lo que hoy es Plaza Constitución, y tomaba por el Zanjón de los Granados a la altura de la calles Chile, Independencia y México. El Terceto del Medio, llamado también Terceto del Norte, torcía desde Plaza Congreso hacia Viamonte y Córdoba, y desembocaba por el Zanjón Matorras a la altura de las calle Tres Sargentos. También corría por la zona el Arroyo Manso, este nacía de lagunas y de bañados a la altura de Venezuela, Córdoba, Pasteur, Corrientes y Paso, enfilaba por la calle Austria, después de pasar por la Recoleta y de cruzar la avenida Alvear.

Juan de Garay al repartir las tierras dio a la planificación inicial la característica simétrica que conserva la ciudad, que al desarrollarse con lentitud durante los primeros siglos fue adicionando cuadrículas a los lotes y cuartos de manzanas.

La más antigua relación que existe de la aldea de Garay es la de Enrique Otsen, que llegó al Río de la Plata en 1599. La describe como un llano abierto, pobre, sin árboles y con algunas casas dispersas.

También se posee la visión del cartógrafo holandés Juan Vingboons, después de que la aldea cumpliera su primer medio siglo. Este indica que solo se veía una franja del río surcada por una goleta y algunos barquitos, y en las barracas, la silueta del Fuerte, la torre de una Iglesia y unas pocas casitas.

Según un plano de 1708, los edificios con que contaba la ciudad eran: el Fuerte San Juan Baltasar de Austria, de puente levadizo, la pequeña Iglesia Matriz, el Cabildo, que era una modesta casita y el Colegio de la Compañía de Jesús. Todo esto estaba emplazado entorno de la Plaza Mayor, y no lejos de este sitio, se ubicaban los conventos de la Merced, Santo Domingo y San Francisco. La Iglesia Mayor, en esa época —según un informe del religioso Manuel Herre—, era el único edificio de de cal y ladrillos.

A través de la cronología planimétrica de los planos más antiguos de Buenos Aires de A. Taullard, que arrancan desde el de la fundación, se puede seguir paso a paso el lentísimo desarrollo de la ciudad hasta el último tercio del siglo VIII, cuando comienza a dejar de ser modesta, para convertirse en una de las ciudades más bellas e importantes del mundo.

8.13.2008

Los cafés de Buenos Aires. Época colonial (2)


Los cafés en Buenos Aires tuvieron vigencia desde la época colonial. El primer local fue el "Almacén del Rey", que ya figura en documentos oficiales durante el año 1764. José Torre Ravello manifiesta que estaba ubicado en la Recova Vieja. Con el correr de los años, se instaló allí un famoso comercio: "Empanadas Rey", que más tarde se transformó en el café "La Sonámbula".

La primera mención a los cafés que los documentos coloniales registran datan del año 1779, oportunidad en que el virrey Vértiz y Salcedo promulga un auto por el que ordena a las autoridades que dentro del término de 24 horas debían notificar, a la Secretaría de la Cámara de Gobierno, la presencia de toda persona —decía— mal entendida o vagabunda cuya detención se hubiera efectuado en pulpería, casa de truco, cafetería u otro lugar, donde se hallaran jugando a naipes u otra clase de juegos prohibidos. Aquí entonces encontramos, una nueva denominación de esta actividad comercial: casa de truco; pero lo que interesa es la denominación oficial de cafetería. También, antiguos registros que brinda el diario de don José Francisco de Aguirre, ya menciona la existencia de los cafés, confiterías y posadas públicas en el año 1783.

En el siglo XIX, hacia el año 1806, un documento aportado por don José Torre Ravello demuestra cómo estaban jerarquizados los comercios del ramo durante la administración colonial. Los cafés se diferenciaban por el número de villares que poseían. Así están documentados:

Cafés con dos villares

Pedro José Marco
Ramón Aignase
José Mestres

Cafés con tres villares

Domingo Alcayata
Francisco Cabrera
Juan Antonio Pereyra
Martín Castañeda
Antonio Basconcelos
Francisco Turpía (café ubicado frente al colegio San Carlos)
Carlos Sosa
Juan Luis Rizola
José Miguelen
Domingo Mendiburu

Si bien los cafés estaban diferenciados por poseer dos o tres mesas de villar, el asunto que más atraía a los concurrentes era la vida social y las disputas o controversias de tipo político que allí se daban, motivo muy convincente como para que estuvieran clasificados y etiquetados, además, de que el café significó un golpe fuerte para las tranquilas costumbres de la sociedad colonial.

En Lima (Perú), se produjo una reacción similar. El primer café limeño fue autorizado por el virrey Manuel Amat y Juniet en 1771. Estaba ubicado en la Calle del Correo y pertenecía al señor Francisco Serio.

También se sintió el impacto de los cafés en Montevideo (Uruguay), aunque de manera más leve. El primer café en nuestro hermano país se montó en 1792 y su dueño era el francés José Beltrán.

En casi todos los centros poblados de América española, los cafés produjeron un sentimiento dual, asombro y alegría. Las preocupaciones y los trastornos sociales llegaron más tarde. Pero pese a ello se mantuvieron, porque aportaban importantes ingresos que ayudaban al gobierno virreinal.

7.28.2008

Los cafés de Buenos Aires 1


Estos lugares tan sensibles al cariño porteño nacieron de dos corrientes: la primera, generada en el proceso de transculturación europea; se inicia con aquellos viejos y primitivos cafés frecuentados por españoles y criollos, allá por el año 1764; la segunda, de realización más compleja, será el producto del vaivén social en el que juegan valores regionales con instancias más ligadas a la tierra. Se supone que no existe inconveniente en comprender que surgieron como resultado del proceso de la colonización española que trajo sus típicas costumbres de la península.

Primero aparecerá la taberna o la fonda y por último el café, donde el diálogo con pares ayuda a sobrellevar la soledad en América y la añoranza por Europa.

Para Federico Oberti, los cafés no fueron simples pulperías de concurrencia elegante, ni debe asimilarse la función del café con la de la pulpería. Dice: “Cuando se fue acentuando el progreso de la aldea, las pulperías huyeron hacia los barrios, convertidas ahora en esquinas, en boliches o en almacencitos de mala muerte (revista La Chacra).

Es decir, la pulpería deviene en el conocido almacén, que realizaba una actividad comercial más compleja, de allí se pasará a la denominación Almacén y Bar, para finalmente constituirse en el
café del barrio.

Una curiosidad:

Los españoles trajeron junto con el café, las chocolaterías y el juego de villar (en aquella época, billar se escribía con v).

7.12.2008

Calles con nombres de mujeres



Durante años, muchos años, tuve a cargo grupos de alumnos en escuelas, a quienes les daba clases de Lengua y de Ciencias Sociales. Esta última área, en muchos casos, puede resultar tediosa para niños que tienen entre 12 ó 13 años. Recordar acontecimientos, fechas y nombres de nuestra historia sin una real motivación, la mayoría de las veces resulta un trabajo casi nulo. Después de haber probado con varios métodos, para que no solo a los niños les quedara fijado el contenido sino también gustasen de conocer más, cada vez que hablábamos de algún personaje o acontecimiento histórico, en seguida lo referenciaba con la calle de la Ciudad de Buenos Aires que llevaba su nombre. Era muy común en ese instante que los niños asociaran el lugar, ya que seguramente, si tal vez no conocían propiamente la calle, sí los barrios donde estas estaban y que ellos en algún momento habían transitado. De esta forma, al asociar un lugar familiar con Historia, el camino se allanaba de manera sorprendente.


De hecho, el nombre de las calles de las ciudades no han sido puestos sin alguna razón, la gran mayoría de estos corresponde al de algún personaje famoso, algún acontecimiento histórico o recuerdan lugares geográficos de importancia para nuestra comunidad. Pero… este artículo sobre las calles que llevan nombre de mujeres me sorprendió.


Creo que puede dejarnos pensando.


Las mujeres de las calles

Solo 30 de las 2200 arterias porteñas llevan nombre de mujer. Las más difíciles.


“El porteño no es caminador y no le interesa nuestra ciudad, tampoco se entera del significado del nombre de la calle en que vive y no le importa que la cambien o no”. Así reflexionaba el doctor Florencio Escardó en su libro Geografía de Buenos Aires, en 1964. ¿Sería realmente así, por entonces? Y, en tal caso, ¿seguirá siendo así? Cualquiera sea la respuesta, lo cierto es que los nombres de los espacios públicos son parte del acervo cultural y del lenguaje de una ciudad.


Las calles con nombres de mujeres son una treintena entre dos millares. Aquí mencionaremos veinte de ellas, cuyos nombres tal vez intriguen a residentes y vistantes de nuestra Capital Federal.


Butteler. Es una callecita en forma de X que recuerda a una mujer. Se trata de Azucena Butteler, que en 1919 hizo edificar, en un terreno de su propiedad, un conjunto de viviendas populares (Avenida La Plata y Cobo).


Concepción Arenal. Socióloga y ensayista gallega (1820 – 1893). Visitadora general de prisiones de mujeres, su obra tiene como fundamento la reforma social.

Juana Azurduy. Heroína boliviana (1718 – 1862). Esposa de Manuel Asencio Padilla, a quien acompañó en la lucha por la independencia del Alto Perú. A la muerte de aquel, y siendo madre de varios niños, continuó la lucha sola y fue nombrada teniente coronel por su valentía. Manuel Belgrano le legó su sable.

María Cabrera. Mujer de la alta sociedad porteña que integró, con Mercedes de La Sala y Riglos y Mariquita Sánchez de Thompson, la Sociedad de Beneficencia fundada por Rivadavia en 1823.

Rosalía de Castro. Poeta y escritora gallega (1837 – 1885). En su obra se entrecruzan el romanticismo, la denuncia social y la nostalgia por su tierra natal.

Infanta Isabel de Borbón. Representante de España en las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo, en 1910.

Elena Larroque de Roffo. Benefactora, colaboradora y esposa del médico Ángel Roffo (1883 – 1924). Creó la Escuela de nurses, primera del mundo en oncología; fundó la Liga Argentina de la Lucha contra el Cáncer (LALCEC).

Gregoria Matorras. Madre del general José de San Martín.

Patricias Argentinas. Por las mujeres que en marzo de 1612 donaron al ejército patriota los fusiles comprados en Norteamérica por Martín Thompson. Proclamaron: “Se dirá un día que yo armé el brazo de este valiente que aseguró su patria y nuestra libertad”. Sus nombres: Tomasa de Quintana, Remedios de Escalada, Carmen Quintanilla, Mariquita Sánchez, Isabel de Agüero, Patricia Cárdenas, Rufina de Horma, María de Andonaegui, Ramona Esquidel, Ángela Castelli y Magadalena de Castro.

Manuela Pedraza (La Tucumana). Esposa de un cabo que durante las invasiones inglesas abatió a un soldado enemigo. Liniers la nombró alférez.

Pola (Policarpo Salvatierra). Heroína colombiana nacida en 1792 y fusilada en 1817 por no delatar a los patriotas; su novio era oficial del ejército independetista.

María Remedios del Valle. Mulata que actuó en el Alto Perú junto con su esposo y sus dos hijos, que murieron en la lucha. Herida en seis ocasiones, obtuvo el grado de sargento mayor.

Juana María Gorriti. Maestra y escritora salteña (1819 – 1892). Formó parte de una familia comprometida en la batalla por la Independencia y, luego, en las guerras civiles; reivindicó los derechos de la mujer.

Rosario Vera Peñaloza. Educadora y escritora (1873 – 1950). Realizó una valiosa labor de difusión del magisterio y en la formación de docentes.

Alicia Moreau de Justo. Médica y política, dirigente del Partido Socialista (1885 – 1985). Esposa de Juan B. Justo, fundador del PS y primer traductor de El Capital al castellano. Impulsora de la democracia y de los derechos políticos y sociales de la mujer.

Azucena Villaflor. Fundadora y primera presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo en la demanda por la aparición con vida de su hijo y demás víctimas del terrorismo de Estado; desaparecido desde 1977.

Regina Paccini de Alvear. Cantante lírica italiana, esposa del presidente Marcelo T. de Alvear. Promotora del teatro y el arte lírico. Fundó la Casa del Teatro.

Macacha Güemes. Hermana del general Martín de Güemes (1767 – 1866). Puso su habilidad política al servicio de la lucha de aquel en los momentos más difíciles. Luego de la muerte de su hermano, en 1821, siguió participando en los sucesos de las provincias.

Juana Manso. Maestra, pedagoga y escritora argentina (1819 – 1875). Al regresar del exilio, en 1853, y a instancias de Sarmiento, fue delegada directora de la primera escuela mixta del país. Allí experimentó nuevos métodos educacionales e incorporó el aprendizaje de idiomas extranjeros, lo que levantó gran resistencia y produjo su renuncia en 1865.

Por Humberto J. Gallo.

7.03.2008

Supersticiones del Río de la Plata 2


Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 2)
Fragmentos del libro de Daniel Granada: Supersticiones del Río de la Plata.
Capítulo Cuarto

El hombre, en los albores de la vida, supone inmediatamente enlazados a inteligencia y poderes superiores e invisibles los hechos y fenómenos que en el orden físico se cumplen, a virtud de las fuerzas de la naturaleza que los forman, respondiendo a leyes que, establecidas por la mente suprema, rigen el movimiento y equilibrio del universo. Todos creen (los indios) que las fuerzas y el bien son el cielo, decía Cristóbal Colón, desde las Antillas, en carta a Luis Santángel. El soberbio guaicurú, avasallador de las naciones circunvecinas, en el Chaco, salía denodadamente al encuentro de las tormentas, regidas por los demonios, a quienes creía vencer y abatir, obligándolos a sepultarse de nuevo en la negra mansión de los abismos que los vomitara. Diversas generaciones guaraníes alejaban las pestes y otras calamidades con algazara y con el canto, acompañado este del ruidoso sonido del baracá (mbaracá, calabaza con chinas dentro). Las tribus de la región patagónica procedían de la misma manera. Los pampas, cuando advertían los síntomas de alguna enfermedad o les amenazaba algún peligro, se armaban de todas sus armas (lanzas, bolas, cuchillos, garrotes, lo que había en las manos), montaban a caballo, y, prorrumpiendo en gritos desaforados, arremetían contra el invisible enemigo y no dejaban de asestar golpes al aire hasta que se persuadían haberle echado de sus toldos.

[…]

Hay notoria identidad entre las fuerzas de la naturaleza y las inteligencias que imaginó el hombre primitivo. Estas inteligencias o agentes invisibles, por lo general son antropomorfos. Mas a veces tienen la forma de cualquiera otro ser animado de la naturaleza. Así, por ejemplo, añanga, que era el diablo de los guaraníes, tenía para algunas generaciones la forma de un insecto (ayacuá o añacuá, diablo ternezuelo), que hacía tanto daño en las mieses, y, lo que es más grave, en el cuerpo del hombre, como los terribles microbios que diezman las poblaciones, especialmente si han salido de las bocas del Ganges, del Nilo o del Misisipí.

El P. José Guevara, tratando de los lules, que eran indios salvajes moradores del Chaco, dice del ayacuá que era un gorgojo del campo, que, aparte de otras diabluras, se entretenía en mortificar al hombre, introduciendo en su cuerpo diversos elementos de destrucción que le causaban el dolor y la muerte. Iba este diablillo armado, a lo indio, de arco y flechas.

Mas el ayacuá de los lules no es, en substancia, otra cosa que el añacuá de las demás generaciones guaraníes (a cuya raza seguramente pertenecieron aquellos). Su figura de gorgojo del campo, ¿qué es sino una de la infinitas transformaciones que ha sabido tomar y toma el diablo de los indígenas todos del Nuevo Mundo, por su índole y condiciones idéntico al espíritu maligno de los cristianos, que todas las regiones del globo tiene invalidadas y contaminadas? Ayacuá, añacuá y añangá son formas varias de un mismo vocablo. Añanga decimos, castellanizada la voz. La lengua castellana, del propio modo que la portuguesa, a la postre convierte en llamas las voces agudas que asimila. Por eso también los brasileños dicen comúnmente añanga, sin perjuicio de pronunciar, cuando les place, añangá. Vivas aún, bien que moribundas, subsisten en parte de la Argentina (Corrientes, Misiones), en el Paraguay y en el Brasil las lenguas guaraní y tupí, una y otra originarias del mismo tronco y solo diferenciadas entre sí por accidentes análogos a los que distinguen la portuguesa de la castellana. Las dificultades que ofrece el penetrar bien el sentido de las palabras en boca de gente bárbara, ha impedido a los misioneros (que eran los que regularmente averiguaban estas cosas) juntar datos precisos que sirviesen para determinar la naturaleza y cualidades o atributos de las divinidades indígenas. Añanga, gualicho, zopay significan respectivamente el maligno espíritu de los, araucanos (incluso los pampas) y peruanos. Añacuá o ayacuá es un diablillo, un diablo diminuto e imperceptible entre los guaraníes, que para algunas generaciones ha tomado la forma de un gorgojo del campo. Añangapitanga es otra manera del diablo, el diablo colorado (pitang) o ardiente, por la similitud del rojo y de la llama.

La idea de un viviente diminuto e imperceptible (de un microbio) productor de enfermedades en el hombre y en los animales, sin duda ha sido general entre los bárbaros del continente americano. Tal era, a lo menos, la imaginación reinante entre los indios de las regiones comprendidas entre el Plata y el Orinoco, entre los del Chaco, de la Pampa, de la Patagonia, de Arauco, de la Tierra del Fuego. El gualicho de los pampas se halla en las aguas pútridas de los pantanos u otros receptáculos, como las desembocaduras de los grandes ríos que forman deltas, en las frutas nocivas, en las yerbas venenosas, en las emanaciones deletéreas de toda índole, en los cerrados bosques sin ventilación, en el aire que respiramos viciado por cualquier causa accidental, en el cráter de los volcanes, en donde se aglomera mucha gente, en torno de ranchos y de taperas, en los árboles secos y vetustos que ha aislado la suerte, cual si de ellos huyese la vida. Introducido en el vientre, le hace doler; introducido en las piernas, las paraliza; introducido en los ojos, los ciega; en los oídos, los ensordece; en la lengua, priva del habla. Los pampas y los charrúas, embadurnados con grasa de yegua o de ñandú y amontonados bajo un toldo, hombres, mujeres, chicos y grandes, perros y gatos, comían y dormían entre un infinito mundo de microbios; ni sus narices advertían lo más mínimo que pudiese desagradar, ni habría modo de hacerles entender (si uno se lo propusiese) el significado de la palabra ‘nauseabundo’. La catinga (hediondez, peste), para ellos, era algo parecido a la fragancia del azahar o del nardo. Las madres acomodaban a los recién nacidos en una armazón de tablitas de caña tacuara, marradas con tientos a dos listones paralelos. Por uno de los extremos los listones formaban ángulo, terminando en punta, a fin de que, clavada en tierra la armazón, quedasen libre y pendientes los muslos y piernas de la criatura, afianzada solamente desde la cintura hasta los hombros y espaldas. De ese modo las madres podían ocuparse en sus faenas. (…) Cuando los indios se ponían en marcha, las madres echaban a la espalda la susodicha armazón, y la presión continua que hacía en el fondo de ella la parte posterior del cráneo, daba por resultado que a la larga se les aplastase. De ahí que el indio pampa tenga achatada la parte posterior de la cabeza. Pues bien; tan luego como la criatura podía andar y sostenerse, prendían fuego a la armazón que le sirviera de cuna. El objeto de la quemazón no era otro que destruir o matar el gualicho, como si dijéramos los millones de millones de microbios. (…) Si no destruían el gualicho del que el mueble quedaba infestado, creían firmemente que hijo y madre habían de ser víctimas de enfermedades y desgracias inevitables. Les acarreaba el desprecio y aborrecimiento de los demás, quedando condenados a vivir eternamente perseguidos y maltratados, como si estuviesen contaminados por el demonio.

[…]

Una de las enfermedades que más estragos ha hecho entre los indios ha sido la viruela; pavorosa deidad de la muerte, que dejaba sin hijos a las madres, cuando no arrastraba a todos a su lúgubre mansión, dejando desiertas las tolderías. Si (lo que era muy frecuente) había en los toldos alguna cautiva, al momento le achacaban la desgracia. —¡Cristiana echando gualichu!— gritaban con furia infernal; y la infeliz moría martirizada. Huecuvú o Huecufú era Luzbel o Satanás que, suscitado por el cristiano, enviaba al indio los agentes del mal.

[…]

Estos seres malditos cumplían, en virtud de su propia maldad, una función terrible que, sin quererlo, obstaba al quebrantamiento de las leyes del orden moral. (…) Quien faltaba al deber sagrado de la limosna estaba expuesto a las venganzas de Huecuvú, que en este caso hacen estremecer. “Jamás Calvaíñ, porque Huecuvú tiene emisarios que disfrazados de pobres piden limosnas, y si se les desprecia o niega algo se vengan en las criaturas dándoles oñapué (veneno), para hacer derramar lágrimas a sus padres”.

[…]

El lenguaje rioplatense ha castellanizado diversos vocablos quichuas, araucano-pampas, guaraníes y africanos. Su uso importa a la mayor precisión de las ideas. Esta y aquella voz que en castellano corresponden a diablo, por ejemplo, expresan ideas análogas, pero no idénticas. Por tanto, cuando se hable del diablo de los pampas, cumple decir gualicho, y cuando se hable del diablo de los guaraníes, añanga, etc.

La abundancia de voces para expresar una misma idea, sin que alguna diferencia, aunque no sea sino modal, la diversifique, no arguye propiamente riqueza ni menos perfección de lenguaje. La riqueza y perfección consisten realmente en que a ninguna cosa del mundo físico o del moral les falte expresión breve, clara y eufónica, por cuyo medio propone comunicar. La concurrencia de términos homólogos en una lengua puede tener causas diversas. Unas son meramente accidentales; y entre estas se cuenta la asimilación innecesaria de voces exóticas, como sucede cuando, teniendo en la propia lengua nombre adecuado una cosa, se hace uso del que lleva en un idioma extraño. Esto, que en general procede de la ignorancia, es un mal. Pero a veces la concurrencia de términos homólogos dimana de los orígenes diversos que tiene la cosa que representan. La idea de brujería, de hechizo, del diablo, hallárase expresada, según los casos, ora con las palabras propias de nuestra lengua: diablo, hechizo, brujería; ora con la voz pampa castellanizada gualicho; ora con las guaraníes añanga y payé; ora con la quichua huacanque o guacanque; ora con la africana mandinga. Los nombres castellanos se usan necesariamente en el lenguaje culto. En estilo familiar, y sobre todo entre la gente del campo, suele decirse gualicho, añanga, payé, guacanque, mandinga.

Gualicho, payé y mandinga expresan los tres conceptos de diablo, brujería, hechizo. Payé significa, además, hechicero. Añanga equivale a genio del mal, aunque algunas de sus acciones no tengan precisamente por objeto dañar al hombre y a los animales, o alterar el orden de la naturaleza. Mandinga es, más propiamente que diablo, duende. Su residencia ordinaria es el hogar. Huacanque o guacanque representa en general la idea de brujería; mas, en particular, equivale propiamente a talismán o encanto. El que es afortunado en el amor, en el juego, en los combates, con seguridad tiene guacanque. Guacanque o huacanque son, por ejemplo, las plumas del caburé que lleva consigo aquel a quien no hay mujer que le desaire.

[…]

6.30.2008

Supersticiones del Río de la Plata 1

Supersticiones del Río de la Plata - (Entrega 1)
Fragmentos del libro del Daniel Granada:
Supersticiones del Río de la Plata.

Capítulo Tercero: “Supersticiones indígenas y supersticiones advenedizas”

Considerable números de supersticiones originarias de Europa y del Oriente se hallaron también esparcidas por todo el continente americano a la entrada de los españoles. Los adivinos, hechiceros y saludadores, que aún levantan de vez en cuando cabeza, primaban igualmente en los imperios de Moctezuma y de Atahualpa y entre las hordas salvajes de toda la tierra firme e islas del Nuevo Mundo. Sorprendentes analogías se hallaron también entre las creencias de los moradores del orbe de Colón y las que en el orden superior de la religión profesaba la nación conquistadora: el diluvio, el misterio de la Trinidad, la comunión, el ayuno, el bautismo, la confesión de la penitencia, etc. El opacuna, en el Perú, era un lavatorio o baño en agua, para quedar limpios de pecados.


En determinadas fiestas solemnes repartíanse unos bollos sagrados o cancos (cancu) por las mamaconas (monjes de los templos del Sol) y el Inca (Dios y su representante en la tierra). Todas las desgracias y enfermedades que les sobrevenían eran castigo de la divinidad por sus pecados. En desagravio de la divinidad ofendida y para remedio de aquellos males, sacrificaban animales y niños, confesábanse y recibían penitencias. Penitente y confesor (ichuri) íbanse a la vera de un río. Postrábase aquel primeramente de pechos sobre el suelo; luego, levantándose, decía sus pecados al ichuri, que estaba obligado a guardar secreto bajo pena de muerte. Los pecados que debía manifestar el penitente eran el homicidio, el robo, el adulterio y estupro, la sodomía y bestialidad, la maldición (la tierra me trague, el rayo me parta), la mentira y la murmuración, el uso de hechizos y hierbas para hacer mal, el no celebrar las fiestas, el deshonrar padre, madre, abuelo o tíos y no socorrerlos en sus necesidades, el sacrilegio, la omisión de los sacrificios u ofrendas obligatorias, decir mal del Inca, etc. Imponíase al confesarse una penitencia conforme a los pecados de que se acusaba, cumplida la cual, recibía unos ligeros golpes en las espadas con una piedra. Después penitente y confesor decían ciertas oraciones, maldecía los pecados que el penitente confesaba, y arrojaba el manojo al río, imprecando a los dioses para que lo llevase al abismo, donde quedase eternamente sepultado.

[…]

Los misioneros y escritores eclesiásticos de la conquista veían la mano de Satanás en las susodichas semejanzas de la idolatría y la región revelada. Satanás, intentando ser adorado como Dios, excogita, para inducir a ello a los hombres, cuantos medios pueden inventar la malicia de un ser tan perspicaz y ladino.

[…]

El morador de las desiertas campañas, por vía de asimilación, tomó de los hábitos, usos, lenguajes y aficiones del indio, que unió a su destino después de la conquista, lo más análogo y adaptable a su modo de ser, a sus necesidades en tierras desconocidas y hasta a sus preocupaciones respecto de los hechos y fenómenos que no era capaz de explicar su pensamiento.

[…]

Los magos, hechiceros, adivinos o brujos indígenas continuaron, después de la conquista, ejerciendo sus artes vanas, no ya en el seno de sus tolderías o pueblos independientes, sino entre cristianos. Infinito era su número, dando mucho que hacer a los ministros de la Iglesia, ocupados en extirpar de la viña del Señor tan nociva y contagiosa pestilencia. Los magos, hechiceros, adivinos y brujos criollos de la grey cristiana, aceptaron de los indígenas cuanto se acomodaba a sus designios y prácticas tradicionales, sustituyendo con la señal de la cruz y con preces a su manera dispuestas, las palabras y acciones simbólicas que les pareció desechar.

Unidas a las de los europeos las supersticiones de los indios, prodújose un vigoroso fermento en tan apartadas y desiertas regiones, cuyos nuevos pobladores, a pesar del yugo con que los sujetaban los poderes reales y eclesiásticos, dieron constantemente, en cuantas ocasiones se les presentaron, muestras señaladas del individualismo congénito de una raza informada en los campos de batalla, abundantemente regada con sangre de íberos, de latinos, de godos, árabes. Los retoños de las ideas supersticiones así amalgamadas extendiéronse por campos y ciudades, como la mala hierba que invade los terrenos labrantíos cuando de continuo no los trabajaban sus cultivadores. Consta de un memorial presentado al Consejo de Indias el 7 de octubre de 1752 por el procurador de la ciudad de Córdoba de Tucumán, D. Gregorio de Arrascaeta, que la provincia que para ante él le confiara la gestión de sus negocios y herejías y con más especialidad de hechiceros, siendo tanta su abundancia que, a pesar del defecto moral que los inhabilitaba para todo servicio en casa honesta, encontrábaseles de criados hasta en los monasterios y conventos. Casi no había un enfermo que dejase de atribuir sus dolencias a los efectos de algún maleficio. Las informaciones (raras) que el comisario del Santo Oficio de la Inquisición hiciera acerca de algunos de tales delitos, quedaban más allá en Lima, sin que se volviese a oír hablar de semejante cosa en la vida; y como a los jueces reales les estaba vedado el entender en causas de esa naturaleza, los bergantes hechiceros, cuyo pacto con el demonio era notorio, campaban por su respeto.

[…]

Los adivinos, hechiceros y magos invocaban al demonio con nombre de ángel de luz, rindiéndole cierta manera de adoración y ofreciéndole perfumes y hierbas olorosas. Había evocadores del demonio (que vendrían a ser los espíritus de nuestros días), el que se les aparecía en la figura de un animal o bien representando a las personas, vivas o muertas, pecadoras o beatificadas, con quienes querían comunicarse cara a cara. Le hablaban, y recibían sus respuestas, sobre sucesos pasados, actuales o futuros. Encendíanle luces y quemábanle incienso, al propio tiempo que, con una bebida hecha de yerbas y raíces (el achuma, el chamico y la coca), se enajenaban y entorpecían los sentidos hasta el punto de engendrar en su mente las ilusiones y representaciones fantásticas que luego tenían y publicaban por revelaciones inequívocas de las cosas o de los hechos que deseaban conocer o de que prometían dar noticia. Aparte de los invocadores al demonio, militaban en América los astrólogos, levantando figuras para formar el horóscopo de las personas y formulando juicios sobre casos futuros y contingentes o sobre acciones dependientes de la voluntad divina o del libre albedrío de los hombres. Para las adivinaciones y hechizos valíanse, asimismo, los que en sus artes diabólicas ejercitaban su malicia, de habas, trigo, maíz, monedas, sortijas y de otras semillas y objetos semejantes mezclando lo sagrado con lo profano: evangelios, agnusdeyes, aras consagradas, agua bendita, estolas y otras vestiduras sacerdotales. Tenían y usaban ciertas cédulas enigmáticas y recetas o memoriales; palabras u oraciones: círculos, rayas y caracteres; reliquias de santos; piedra imán; cabellos, cintas y polvos; candelillas, redomas, ollas; vasos de agua, alfileres, etc. Aparecieron muchas alumbradas, mujeres que hacían milagros, recibían favores del cielo, tenían visiones y revelaciones, sabían lo que pasaba de tejas arriba y de tejas abajo, adivinaban y predecían, daban fructuosos consejos y sanaban a los enfermos. Cosas eran estas que alarmaban a las conciencias timoratas y alguna vez impulsara a los ministros de la Inquisición a considerar y averiguar si la mujer favorecida con tales virtudes albergaba en su alma y en su corazón el espíritu y experimentaba los arrobos de ángel de luz o de ángel de tinieblas. Las mujeres iluminadas constituían por sí solas una plaga.

Célebre fue en el indiano hemisferio la titulada madre Ángela o Ángela de Dios, cuyo apellido era Carranza, natural de Córdoba del Tucumán, quien, pasando al Perú y frecuentando los templos de Lima, logró que la tuviesen por santa. Para llenar con la mies católica los trajes del infierno, habíase valido (como suele) el demonio de una de esas mujeres que llaman beatas. Lo era la tucumana del hábito de San Agustín. Era la maestra de la mística, la abogada del pueblo, la maravilla del orbe: éxtasis, raptos, inteligencias misteriosas con seres superiores, revelaciones, milagros. Juzgábase compendiado el cielo en aquella mujer. Vinculaba la felicidad de las personas, el buen éxito de los negocios, aspiraciones y empresas, a los objetos que santificaba: rosarios, medallas, campanillas y cencerros, cuentas, pañuelos, espadas y dagas, papeles escritos y firmas, sus cabellos y muelas y uñas, sus enaguas, vendas y paños teñidos en su sangre. Tan enorme era la cantidad de prendas santificadas y de amuletos, que, cuando el tribunal de la Inquisición publicó edictos mandando entregar todos los que hubiese en manos de particulares, se llenó con ellos una sala espaciosa. Sólo las cuentas y rosarios contábanse por millones: en diez pontificados no distribuyera tantos la Sede Apostólica. Muchos llegaron con su fama y celebridad hasta la misma Roma. En los quince años que la tal Ángela de Dios ejerció su ministerio, escribió quince libros en materias teológicas, comprendidos en quinientos cuarenta y tres cuadernos, con más siete mil q1uinientas fojas. Tuvo engañados hasta los virreyes y arzobispos. Era vana y arrogante, impaciente, iracunda y codiciosa en extremo. Fallóse su causa en 20 de diciembre de 1694.

Obra han sido el espíritu infernal y las brujerías, los hechizos y ensalmos, la buenaventura, el prestigio y la magia, la adivinación y hecho, en suma, o todo fenómeno, ya puramente imaginario, ya real o ya sofisticado, que ofreciera condiciones, apariencias, caracteres o indicios de responder a una alteración de orden regular de las cosas ante el criterio teológico. Ciertos accidentes raros del histerismo, ciertas enfermedades nerviosas, no vinieron a ser manifestaciones de la presencia de espíritus malignos o demonios que rodeaban (obsesión) o se habían introducido (posesión) en el cuerpo del o de la paciente, a quien estaban atormentando: idea que tenía sus raíces en la genitalidad y el judaísmo. El exorcismo era su remedio.

La relajación de sus costumbres, durante el siglo decimosexto, presentábase con mayor desenfado aun que en la Península entre los pobladores del Nuevo Mundo. El clero se dejaba llevar de la fácil corriente desencadenada que al gusto convida con deleites, demostrándolo con sobrada notoriedad el crecido número de solicitantes en confesión que registran los anales del Santo Oficio. Corrían de boca en boca, a manera de sentencias, frases indicativas de un estado social nada ascético, de gentes mejor halladas con las comodidades y placeres de la vida terrena que con las prácticas austeras de la perfección cristiana. En este mundo no me veas mal pasar, que en el otro no me verás penar, era refrán válido entonces, que de España lo recibiera gustosa la placentera América. Una beata de la Merced, llamada Francisca Ortiz, en Santiago de Chile, declaraba ante el comisario del Santo Oficio que realmente ella había procurado siempre no verse contrariada en sus gustos, recordando que en España oyera muchas veces decir: en este mundo no me veas mal pasar, que en el otro etc. Otra mujer, Lucía de León, fue igualmente procesada, por haber dicho que los vecinos de Cuyo (Argentina), cuya conducta se censuraba, se atenían acaso, para su gobierno, al refrán: en este mundo no me veas mal pasar, etc.


Jerónimo de Ortega, clérigo, confiesa haber firmado cédula al demonio, y que arrodillado en medio del campo, ofrecíale coca, que para el efecto levantaba con sus manos en alto, invocándole en esta forma: tú, a quien dicen señor del África, como tan poderoso, ayúdame y dame fortuna, así en el juego como en amores.

[...]

6.20.2008

Belgrano y la Bandera


Frases de Manuel Belgrano:

Deseo ardorosamente el mejoramiento de los pueblos. El bien público está en todos los instantes ante mi vida.

El miedo sólo sirve para perderlo todo.

El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al inocente.

En mis principios no entra causar males sino cortarlos.

En vano los hombres se empeñan en arrastrar a su opinión a los demás, cuando ella no está cimentada en la razón.

Este país, que al parecer no reflexiona ni tiene conocimientos económicos, será sin comercio un país desgraciado, esterilizando su felicidad y holgando su industria.

La vida es nada si la libertad se pierde.

Lo que creyere justo lo he de hacer, sin consideraciones ni respetos a nadie.

Los hombres no entran en razón mientras no padecen.

Me hierve la sangre, al observar tanto obstáculo, tantas dificultades que se vencerían rápidamente si hubiera un poco de interés por la patria.

Mis ideas no se apartan de la razón y justicia que concibo, ni jamás se han dirigido a formar partidos, ni seguirlos.

No busco glorias si no la unión de los americanos y la prosperidad de la patria
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6.19.2008

Río de la Plata. Primeras Crónicas

En que se trata de la ruta y viaje que yo, Ulrico Schmidl, de Straubing, hice en el año 1534, A. D.; partiendo el 2 de agosto de Amberes, arribando per mare a España y más tarde a las Indias. Todo por la voluntad de Dios Todopoderoso. También de lo que ha ocurrido y sucedido a mí y mis compañeros, como se cuenta más adelante.

I

Primeramente habréis de saber que desde Amberes hasta España tardé catorce días, llegando a una ciudad que se llama Cádiz. Desde Amberes hasta dicha ciudad se calcula que hay cuatrocientas leguas por mar. Cerca de esta ciudad había catorce buques grandes, bien pertrechados con toda la munición y bastimentos necesarios, que estaban por navegar hacia el Río de la Plata en la Indias. También se hallaban allí dos mil quinientos españoles y ciento cincuenta entre alto-alemanes, neerlandeses y austríacos o sajones; y nuestro supremo capitán, de alemanes y españoles, se llamaba don Pedro Mendoza. Entre esos catorce buques, uno pertenecía al señor Sebastián Neithart y al señor Jacobo Wesler, de Nuremberg, quienes enviaban a un factor, Enrique Paime, al Río de la Plata, con mercaderías: en ese buque de los dichos señores Sebastián Neithart y Jacobo Welter hemos navegado hacia el Río de la Plata yo y otros alto-alemanes y neerlandeses, unos ochenta hombres, bien pertrechados con armas de fuego y de otras clases. Así partimos de Sevilla en el año 1534 en catorce buques con el dicho señor y capitán general don Pedro Mendoza. El día de San Bartolomé llegamos a una ciudad en España que se llama San Lúcar, a veinte leguas de Sevilla. Allí hemos quedado anclados, a causa de la fuerza del viento, hasta el primer día de septiembre de dicho año.

II

Después que partimos de dicha ciudad de San Lúcar, llegamos a tres islas que están juntas unas con otras. La primera se llama Tenerife, la otra Gomera y la tercera La Palma; desde la ciudad de San Lúcar a estas islas hay más o menos doscientas leguas. Los habitantes de ellas son españoles puros, así como sus mujeres e hijos, y hacen azúcar; las islas pertenecen también a la Cesárea Majestad. Con tres buques fuimos a La Palma y allí permanecimos y reparamos los barcos.

Cuando nuestro general don Pedro Mendoza ordenó que nos acercáramos, pues estábamos a unas ocho o nueve leguas de distancia los unos de los otros, resultó que a bordo de nuestro buque venía don Jorge Mendoza. Este Jorge Mendoza andaba en amores con la hija de un rico vecino de La Palma y, cuando al día siguiente quisimos ponernos en marcha, resultó que el susodicho de don Jorge Mendoza había bajado a tierra a medianoche, acompañado por doce secuaces, e ido a la casa de ese vecino de La Palma, trayéndose al buque a la hija de ese vecino y a su doncella, con todas sus joyas, vestidos y dinero. Subieron al buque a escondidas, en tal forma que ninguno de nosotros, ni el capitán Enrique Paime, nos enteramos de nada; el único que pudo saberlo era quien montaba a la guardia durante la noche, pues esto ocurrió a medianoche.

Partimos a la mañana siguiente, y apenas nos habíamos alejado una o dos leguas cuando nos tomó un fuerte ventarrón y tuvimos que regresar al mismo puerto de donde habíamos partido, largando allí anclas. Nuestro capitán Enrique Paime quiso bajar a tierra en un barquito de esos llamados bote o batel, y cuando quiso desembarcar vio la costa a unos treinta hombres, bien armados con arcabuces y alabardas, quienes querían prenderlo. Así se lo advirtió uno de los marineros, diciéndole que no tocara la costa, pues tenían intención de apresarlo. Nuestro capitán quiso volver inmediatamente a su buque, pero no pudo hacerlo tan pronto como deseaba, porque los que estaban en la costa subieron a unos botes que tenían preparados; pero así y todo el referido capitán Enrique Paime pudo escapar y subir a otro buque que estaba más cerca de la costa que el suyo propio, así que no pudieron prenderlo. En la ciudad de Las Palmas hicieron tocar las campanas a rebato, cargaron dos piezas de artillería y dispararon cuatro cañones contra nuestro buque, pues no estábamos lejos de la tierra. Con el primer tiro, hicieron pedazos la vasija del agua que, siempre llena de cinco o seis cubas de agua fresca, el buque lleva en popa. Con otro tiro hicieron pedazos el palo de mesana, que es el último mástil hacia la popa del buque y abrieron un gran agujero, matando un hombre; con el cuarto no acertaron.

A costado del nuestro había dos buques, que también estaban por navegar hacia Nueva España en Méjico, y su capitán había bajado a tierra con ciento cincuenta hombres. Ellos arreglaron las paces entre nosotros y los de la ciudad, prometiendo que les entregarían a don Jorge Mendoza, a la hija del vecino y a su doncella.

Así vinieron a nuestro buque el regidor y el alcalde y también nuestro capitán y el otro capitán, y quisieron apresar a don Jorge Mendoza y a su querida. Pero éste contestó al alcalde que ella era ya su esposa de cuerpo y ella dijo lo mismo. Entonces se los casó de inmediato; pero el padre quedó muy triste. Nuestro buque quedó muy estropeado por los cañonazos.

III

Después de esto dejamos en tierra a don Jorge Mendoza y su esposa: nuestro capitán no quiso dejarlos viajar más en su buque.

Reparamos nuevamente nuestro barco y navegamos hacia una isla que se llama San Jacobo —o, en su forma española, Santiago— que pertenece al rey de Portugal, donde hay ciudad. Los portugueses la mantienen en su poder y a ellos están sometidos los negros africanos que la habitan. Allí permanecimos cinco días, y volvimos a cargar provisión fresca de carne, pan, agua y todo lo que es necesario en alta mar.

IV

Allí se reunieron los catorce buques de la flota y salimos al mar. Navegamos dos meses, hasta que llegamos a una isla donde hay solamente aves, que matamos a palos, y donde permanecimos tres días. Allí no hay gentes y la isla tiene unas seis leguas de ancho; queda a unas mil quinientas leguas de camino de la antes nombrada isla de Santiago.

En este mar se encuentran peces voladores y peces grandes como ballenas, y peces que se llaman peces-sombrero, pues tienen sobre la cabeza un gran disco fortísimo que parece un sombrero de paja. Con este disco pelean con otros peces; son muy grandes, fuertes y valientes. Hay también otros peces que tienen sobre su lomo una cuchilla de hueso de ballena, y en español se llaman peces-espada. También hay otro que tiene una sierra sobre el lomo, hecha de hueso de ballena, pez grande y malo que en español se llama pez-sierra. Fuera de ésos, hay en estos parajes otras muchas clases de peces, que no describiré en esta ocasión.

V

De esta isla navegamos luego a otra que se llama Río de Janeiro, y los indios se llaman tupís, donde estuvimos como catorce días. Ordenó allí don Pedro Mendoza que nos gobernara en su lugar don Juan Osorio, quien era como su propio hermano, pues él se encontraba enfermo, tullido y decaído. Pero el referido Juan Osorio fue calumniado y denunciado a su hermano jurado, don Pedro Mendoza, como que pensara levantar y amotinar la gente contra él. Por esto don Pedro Mendoza ordenó a otros cuatro capitanes, llamados Juan Ayolas, Juan Salazar, Jorge Luján y Lázaro Salvago, que apuñalaran al referido Juan Osorio, pues correría igual suerte. Se le hizo injusticia, como bien sabe Dios Todopoderoso; era un recto y buen militar y siempre trató muy bien a los soldados. ¡Dios sea con él clemente y misericordioso!

VI

Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de navegar quinientas leguas llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques, y de inmediato nuestro capitán general don Pedro Mendoza ordenó y dispuso que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.

Desembarcamos en el Río de la Plata el día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamados charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cueros, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusiera al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tiene más de ocho leguas de ancho.

VII


Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También estas mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos querandís no tienen paradero propio en el país, sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país. Cuando estos indios querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en algunos casos buscan una raíz que se llama cardo, y entonces la comen por la sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo dicho en forma clara.
Los susodichos querandís nos trajeron alimentos diariamente a nuestro campamento, durante catorce días, y compartieron con nosotros su escasez en pescado y carne, y solamente un día dejaron de venir. Entonces nuestro capitán don Pedro Mendoza envió en seguida un alcalde de nombre Juan Pavón, y con él dos soldados, al lugar donde estaban los indios, que quedaba a unas cuatro leguas de nuestro campamento. Cuando llegaron donde aquellos estaban, el alcalde y los soldados se condujeron de tal modo que los indios los molieron a palos y después los dejaron volver a nuestro campamento, tanto dijo y tanto hizo, que el capitán don Pedro Mendoza envió a su hermano carnal don Jorge Mendoza con trescientos lansquenetes y treinta jinetes bien pertrechados; yo estuve en ese asunto. Dispuso y mandó nuestro capitán general don Pedro Mendoza, juntamente con nosotros, matara, destruyera y cautivara a los nombrados querandís. Cuando allí llegamos, los indios eran unos cuatro mil, pues habían convocado a sus amigos (...).

Fragmento de Viaje al Río de la Plata, Ulrico Schmild.




6.17.2008

Nacimiento

Inicio este blog en un día difícil, complicado, confuso.

Transito las calles y solo observo amaguras, broncas e indiferencias.

En mí, solo golpea fuerte la angustia. Esa angustia que provoca ver cómo se cometen día tras día los mismos errores.

Somos muchos, quienes nacimos entre los años 50 y 60, que hoy oímos voces con discursos demasiado conocidos y que nos muestran siempre las mismas imágenes, recurriendo siempre, a argumentos caducos, que solo movilizan la memoria hacia un pasado nefasto que no pretendemos olvidar, pero donde no hallamos salidas o soluciones saludables para el país.

¿Por qué en mi tierra nunca he podido ver el final de un gobierno en forma democrática? Un cambio de modelos, aunque no sea el que yo elija, pero respetado como la Constitución lo indica.

Hoy escucho al gobierno y sé y siento que no quiero otro golpe de Estado, escucho al campo y no percibo que estén pensando en el bienestar de los argentinos.

Inicio hoy este espacio en medio de un mar de confusiones; y aunque no soy creyente, tengo la imperiosa necesidad de pedir a Dios por quienes no pueden crearse una opinión crítica, por todos aquellos —que son muchos, muchísimos— que viven en la marginalidad, en la desnutrición.

Estoy harta de soberbias, de intereses que solo miran sus conveniencias. Estoy harta, sí, y quiero huir y quedarme, porque tal es mi ofuscación que no llego a vislumbrar cuál es el mejor camino para seguir andando. Creo, sin embargo, que el menos malo es apostar a que las instituciones democráticas continúen su camino, al menos siento que estoy respetando ese libro sagrado que es La Constitución de la Nación Argentina.

Paradójico, tal vez común en mí, en una noche de tristeza y revolución interna de sentimientos, necesito que algo nazca. Tal vez es la razón por la que hoy, 17 de junio de 2008, nace Clio Buenos Aires.

Clio