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9.24.2010

El argentino y la metafísica

Ernesto Sábato



Por Ernesto Sábato (Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo)



"... Observadores europeos superficiales pueden suponer tan absurda una literatura de acento metafísico en la Argentina como la fabricación de ciclotrones en Laponia.

Esperan de nosotros la descripción de salvajes cabalgatas de gauchos en la llanura, solicitan o anhelan el exotismo y el color local. Lástima. Aparte el pequeño detalle de que nuestra literatura más importante sale de una ciudad monstruosa, cada uno de cuyos siete millones de habitantes está totalmente desprovisto de caballos y pampa, hay varias circunstancias históricas que explican la propensión metafísica de nuestros escritores desde los mismos orígenes; tal como sucedió en el otro extremo de América, en obras como Moby Dick, y por motivos parecidos.


Tanto los anglosajones en el norte como los españoles en esta parte de la América del Sur se encontraron en llanuras inmensas en las que, a diferencia de Perú o México, no existían poderosas civilizaciones sino tribus nómades y primitivas. Mientras los mayorazgos de la nobleza hispánica se instalaban en las cortes de Lima o de México, aquí llegaban los amargados segundones para probar fortuna en este gigantesco territorio vacío, en este paisaje abstracto y desolado. Y así como las tres religiones occidentales surgieron en solitarios hombres enfrentados con el desierto, aquí comenzó a desarrollarse ese temperamento metafísico y meditativo que tipificaría el gaucho de nuestras estepas, en medio de esa metáfora de la nada y de lo Absoluto que es la llanura sin límites ni atributos.

La fragilidad de los centros urbanos contribuyó a incrementar ese sentimiento de la finitud y de la transitoriedad. Ya en el Facundo de Sarmiento, escrito a mediados del siglo pasado, se advierte ese terror cósmico al espacio; mucho del odio o de la fobia nocturna e infantil que manifiesta contra el desierto y la barbarie no es otra cosa que la expresión de los sentimientos que experimenta un hombre cuando en medio de lo desconocido y las tinieblas busca la seguridad de la cueva. La Civilización (que él escribía así, con mayúscula) le proporciona el Orden, el Sistema, la Seguridad ante la nada y la oscuridad primigenia. Buscaba en el ciencia positiva, en la fuerza material de la locomotora, en la rápida comunicación del telégrafo la (candorosa) defensa contra los demonios que despertaban de noche en lo más profundo de su alma de americano. Facundo es la biografía de un jefe feudal, en quien él personifica la Barbarie. Y con violenta genialidad, pero con pueril astucia, proyecta contra ese caudillo, que es su alter ego, los exorcismos que en rigor están destinados a su propia alma poseída por los demonios.
Sobre estas condiciones iniciales van a suceder todavía acontecimientos que acentuarán esa propensión espiritual del argentino. Terminadas las guerras civiles, derrotados los caudillos del interior por los doctores de Buenos Aires, se inicia la Era del Progreso. Se abren las puertas a la inmigración europea, se fomenta la agricultura y la ganadería, el ferrocarril y el telégrafo empiezan a cubrir el país y el gaucho comienza a ser una raza exiliada en su propia patria. Una nueva sustitución de valores se produce.

Pocos países en el mundo deben de haber en que se hayan producido en tan corto tiempo tantas sustituciones de valores y jerarquías, y con ellas, un tan reiterado sentimiento de transitoriedad y de nostalgia.


Primero fueron los conquistadores, que liquidan un sistema de vida indígena y que al mismo tiempo añoran su tierra remota; luego los indios que pierden su propio sentido de vida y añoran la libertad perdida; más tarde, el gaucho desplazado de su propia condición por el emigrante agricultor; simultáneamente, los viejos patriarcas criollos que ven reemplazar los viejos valores de la generosidad y de la cortesía, del desinterés, por una civilización materialista y despiadada; y por fin en los emigrantes que han abandonado un tipo de vida y añoran la tierra de sus antepasados, abandonados para siempre en este continente desconocido.


Y no habíamos terminado de definir nuestra nacionalidad cuando el mundo del que surgíamos empezó a derrumbarse en la mayor crisis que registra la historia. Y, para mayor desdicha, a esa fractura en el tiempo, que es general a toda civilización de Occidente, se une aquí una fractura en el espacio, pues no somos ni exactamente Europa ni exactamente América. Estamos así en el fin de una civilización y en uno de sus confines. Doble fractura, dobre crisis, doble motivo de angustia y problematicidad.


Que los europeos que ignoran este complejo proceso se sorprendan de la índole metafísica de nuestra mejor literatura, es comprensible. Más singular es que se sorprendan los argentinos, que lo viven. Pero también tiene su explicación. Cierto tipo de nacionalista de derecha que añora una Argentina químicamente pura, quiere que sigamos escribiendo de los (inexistentes) gauchos. Y ciertos nacionalistas de izquierdas nos dicen que los problemas metafísicos son propios de una vieja civilización europea, que los utiliza en una literatura decadente junto a morbosos complejos. Según esta singular doctrina, el "mal metafísico" sólo puede acometer a un ciudadano de París o Praga. Y si se tiene presente que ese mal es consecuencia de la finitud del hombre, hay que concluir que para esos delirantes la gente se muere sólo en Europa, estando habitado este territorio por inmortales folclóricos.


Por el contrario, si la transitoriedad de la existencia es el hecho que alimenta esa preocupación metafísica, aquí tenemos más motivos para sentirla que en el viejo continente, pues somos más transitorios. En una ciudad caótica levantada sobre la nada, un conglomerado que pasó en medio siglo de doscientos mil habitantes a siete millones (fenómeno sociológico único en el mundo), en una ciudad en que ni siguiera estamos respaldados por ese simulacro de la eternidad que son los monumentos milenarios del pasado, ¿cómo es posible que una literatura profunda pueda no ser metafísica?


Y la prueba de que esta angustia no es cosa de intelectuales sofisticados y europeizantes, como esos críticos pretenden, es que la encontramos hasta en ese humilde suburbio de la literatura que son los letristas de tango: también ellos hacen metafísica, sin saberlo. Es que para esos críticos, la metafísica parece que se encuentra solo en bastos y oscuros tratados de profesores alemanes, cuando, como decía Nietzsche, está en medio de la calle, en los sentimientos y angustias del pequeño hombre de carne y hueso.


El crecimiento violento y tumultuoso de Buenos Aires, la llegada de millones de seres humanos esperanzados y su casi invariable frustración, la nostalgia de la patria lejana, el resentimiento de los nativos contra la invasión, la sensación de inseguridad y de fragilidad en una realidad que se transformaba vertiginosamente, el no encontrar un sistema seguro de valores, todo eso se manifiesta en la filosofía del tango. Melancólicamente dice: Borró el asfalto de una manotada, la vieja barriada que me vió nacer...


El progreso casi maniático de nuestros dirigentes educados en el Iluminismo no dejó piedra sobre piedra. Qué digo: no dejó ladrillo sobre ladrillo; material éste técnicamente más deleznable y, como consecuencia, filosóficamente más angustioso. Nada permanecía en la ciudad fantasma. Y el poeta popular canta su nostalgia del viejo Buenos Aires: Las voces que ayer llegaron y pasaron y callaron ¿dónde están?


Como nadie en Europa, el hombre del tango siente que el Tiempo pasa, y con él la frustración de todos los sueños y la inexorable muerte. Y cuando siente que llega, murmura sombríamente con siniestra arrogancia de porteño solitario: yo quiero morir conmigo, sin confesión y sin Dios, crucificado en mi pena, como abrazado a un rencor.
Ortega y Keyserling advirtieron la "tristeza argentina" e intentaron encontrarle explicación. El tango es su máxima y menos intelectualizada expresión. Discépolo, creador de alguno de los tangos más ilustres, existencialista avant la lettre, dio la más perfecta definición de nuestra canción popular diciendo que "es un pensamiento triste que se baila". Aforismo en que hay dos palabras clave para juzgar el alma de Buenos Aires: pensamiento y tristeza. Que una danza tenga que ver con el pensamiento es rigurosamente insólito..."

1 comentario:

CasiNadie dijo...

Hoy leía a Sábato y me encontré con este artículo. Excelente recopilación. Estas invitada a seguirnos y aportar en refugioenlinea.com/blog