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9.26.2010

¿En qué creía Borges?

Jorge Luis Borges



Por Juan Jacinto Muñoz Rengel


El escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) consiguió, con los solos géneros del ensayo, el poema y el relato -de práctica especialmente breve en su caso-, ir más allá del costumbrismo que imperaba en su entorno para situarse en el patrimonio de lo fantástico y lo abstracto, en el espacio por lo tanto de lo universalmente compartido. También logró con su obra tramar un completo y unitario mundo, de personal estética y gruesos engranajes conceptuales. Ese mundo, que por un lado no es en absoluto extraño a la manifestación religiosa, sino que más bien se ceba y nutre en la Cábala, en la Escritura, en la tradición, en la teología y en la filosofía, dispone de unos mecanismos internos que evitan desvelar de una forma clara y definitiva las verdaderas convicciones de su autor; ese mundo, aunque unitario, antes que nada huye del sistema y gusta de la contradicción.


Sobre Borges y su obra se ha vertido una incalculable bibliografía, y una no despreciable parte de ella destinada a analizar las creencias, tanto epistemológicas como religiosas, en las que ambos se fundamentan. Libros y artículos se han entregado desde hace años a la interpretación de estos fundamentos, unos de forma más parcial que otros, sin llegar a resultados concluyentes. El presente escrito irá haciendo un recorrido a pie de página por los diversos estudios especializados, coincidiendo sólo a veces con sus juicios -por otro lado poco unánimes-, al tiempo que intentará esclarecer el intrincado rompecabezas que Borges urdió en torno a sus creencias más últimas. Esta tentativa de solución, centrada sobre todo en una cercana y abundante lectura de los textos originales, se ceñirá a un secuencial recorrido: se analizarán los problemas que los presupuestos estéticos de la literatura de Borges imponen a la crítica; se denotará el interés casi utilitario que Borges sintió por la filosofía; se hará inventario de la esencial imaginería filosófica que en efecto se estampó en su obra; se examinará la atracción de nuestro autor por la Biblia, por la Cábala y por el mundo judío; se profundizará detenidamente en los principales elementos religiosos que se repiten en todos sus géneros, y su más o menos constante postura ante ellos; se aludirá también al afán escéptico y agnóstico tantas veces exhibido a lo largo de sus numerosos volúmenes; y se concluirá, por fin, que, por encima de ese anhelo de escepticismo, se acaba incurriendo mayoritariamente en una insistente fe en el panteísmo, eso sí, fuera de toda religiosidad y tentación antropologizadora.





1. El primer escollo: la evasividad de Borges




Es conocido el uso por parte de Borges de las citas apócrifas, de la bibliografía inventada, del plagio incluso, para dar más cariz científico a sus cuentos o más talante ficticio a sus ensayos. En realidad todo forma parte de un mismo juego: la relativización de los géneros y la falsificación guardan un único propósito común: convertir toda su literatura en un enorme pasatiempo de conceptos, donde el enigma intelectual comience en las unidades mínimas de expresión y termine alcanzándolo a él mismo. El lector se convierte de esta manera en un jugador activo, que tiene que resolver el puzzle de cada cuento, y luego ascender al nivel del metalenguaje, para más tarde buscar el valor del mensaje en el conjunto de la obra, y después buscar soluciones en otras obras -De Quincey, el Corán, la Biblia, Schopenhauer, Stevenson, Poe, Kipling, Spinoza, Shaw, Wells, etc.-, y por fin, si es que acaba aquí el proceso, y si aún le quedaran fuerzas al denodado lector, contrastar los resultados con la propia vida del autor y con la veracidad de los hechos "reales" que narra. De fondo, es el escepticismo epistemológico el que socava cada línea borgesiana.


Y es que el escepticismo reconocido de Borges, que lo lleva a falsear los datos, el todo vale, es tomado como la mejor herramienta para crear la ficción total. Esta particularidad esencial de su obra la formula el propio Borges, en lo que a nosotros nos toca, en el "Epílogo" de su libro de ensayos Otras inquisiciones, en 1952; allí confiesa "estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso. Esto es quizás -dice- indicio de un escepticismo esencial". En 1973, en su entrevista con María Esther Vázquez, declara también: "Yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Además, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible" . Es fácil imaginar, con este tipo de revelaciones, el gran problema que significará interpretar en las páginas siguientes las auténticas creencias de Borges.



¿Dónde buscar sus verdaderas convicciones? ¿En sus cuentos? En un escrito dedicado a Wells afirma deplorar que las doctrinas se intercalen en las narraciones (OC II, 76). ¿En sus ensayos? De la aptitud irreverente y utilitaria que adquiere ante las ideas religiosas, a la que hemos aludido más arriba, toma conciencia Borges precisamente al repasar los ensayos del volumen de Otras inquisiciones. ¿En sus fuentes? La erudición de Borges era extravagante y unilateral, limitada a las lecturas hedonistas, a su memoria selectiva, a la Enciclopedia Británica, al Diccionario de Literatura Bompiani, al Diccionario de Filosofía de Fritz Mauthner, al Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano de Montaner y Simón, la Enciclopedia de Chambers y su pequeña biblioteca personal; conocía lo que casi nadie conoce e ignoraba lo que conoce todo el mundo, mostrando unas lagunas vergonzosas . ¿En las conclusiones de la crítica? Jaime Rest lo sitúa rotundamente en el nominalismo de la filosofía analítica anglosajona , Juan Nuño en el platonismo , Ana María Barrenechea en el panteísmo nihilista , Jaime Alazraki en el panteísmo espinozista ; Borges, al fin, se burlaba de todas estas clasificaciones, y defendía por encima de todo su escepticismo. Probablemente, la búsqueda habrá de hacerse en todos estos sitios o ninguno.





2. La Metafísica como instrumento



Como ya se ha ido haciendo evidente, Borges padece una terrible fascinación por la metafísica. Se define a sí mismo como "un argentino perdido en la metafísica"; aunque la frase es mordaz y lo que Borges pretende mostrar con su obra es que la propia metafísica es el extravío, que es ella la que tiene una inmensa destreza para provocar el vértigo intelectual. Este poder es el que embelesa a Borges, la potencia estética del pensamiento abstracto, su capacidad para provocar el asombro, la inquietud o el desfallecimiento de la razón.



La filosofía y la metafísica son sin duda en Borges las fértiles tierras donde recoger la materia prima para sus creaciones . Entre sus más recurrentes temas u obsesiones filosóficas podemos encontrar: el problema de los arquetipos o las Ideas platónicas, la naturaleza y la inteligencia de Dios, el solipsismo, la identidad personal, la negación del tiempo, la afirmación del espacio como un accidente del tiempo, la inmortalidad, la memoria, el azar, la necesidad y la predestinación, la unidad y la multiplicidad...



Entre sus filósofos predilectos se encuentran Berkeley, Hume, Spinoza y Schopenhauer. Sin embargo, siempre hay que tener presente que todo es parte de un juego que no se sabe donde empieza ni donde acaba; no es que necesariamente Borges comparta los postulados de sus mentores filosóficos: "Yo he compilado alguna vez una antología de literatura fantástica [...], pero delato la culpable omisión de los insospechados y mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley. En efecto, qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe [...] confrontados con la invención de Dios, con la teoría laboriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitariamente perdura fuera del tiempo?" (OC I, 280). Borges, al igual que la Escuela de Viena, considera a la metafísica como una rama de la literatura fantástica; y al Dios de la teología, como tantos otros (Feuerbach, es el ejemplo que primero se me viene a la cabeza), una invención.



Es claro que Borges utiliza la filosofía. Los problemas filosóficos son los pequeños núcleos de los que brota cada relato o ensayo, pero en una misma página Borges es capaz de sostener una idea y luego su contraria, lo de menos es lo que se dice, lo que importa es suscitar conmoción estética al decirlo. "Se me han ocurrido fábulas con temas filosóficos, pero no ideas filosóficas. Yo soy incapaz del pensamiento filosófico".



La filosofía está copiosamente presente en la producción borgesiana, pero -o al menos eso se empeña Borges en hacernos creer- solo como instrumento, como una técnica literaria hasta la época mal aprovechada. Borges proclama que no hay afirmación filosófica o religiosa seriamente sostenida en su obra; pese a ello, la tesis del presente escrito es que incluso de las continuas contradicciones acaba por emerger alguna cosa, y alguna cosa que necesariamente ha de tener una forma: por mucho que descreyera Borges del conocimiento, su actitud ya es una posición.


Como escéptico esquivo, como terrorista epistemológico, habremos de avenir en que cometió un error de aficionado: dejar tras de sí un ingente rastro de obras con el que afanosamente se podrá alguna vez volver a recomponer la verdadera imagen de su rostro.





3. La Biblia como inspiración primigenia. El judaísmo borgesiano.


Era previsible que en medio de todo este desbarajuste escéptico no hubiera nada que estuviese a salvo, y puestos a descabezar títeres ¿qué mejor herramienta estética, que esté más cargada de misterio, de esoterismo, de sentimientos enconados y de problemas metafísicos, que las Sagradas Escrituras? En realidad, podemos profundizar mucho más en los motivos que han estimulado la pasión de Borges por la Biblia.

Por un lado está su declarada añoranza de haber sido judío . De padre ateo y madre católica, Borges reconocía ya en 1934 que su sueño más acariciado era encontrar en su linaje sangre judía; son conocidos testimonios suyos como: "Yo siempre he hecho todo lo posible por ser judío. Siempre he buscado antepasados judíos. La familia de mi madre es Acevedo, y podría ser judía portuguesa"; o como aquellos en los que dice que "todos -quien más y quien menos- somos griegos y judíos", o en los que se inviste a sí mismo "judío honoris causa". Es sensato suponer, o al menos no disparatado, que la aspiración no debía de ser recíproca, y que a los rabinos judíos no les agradaría demasiado la idea de tener entre ellos al voluble escritor argentino, de costumbres literarias tan urticantes para cualquier devoto.


Pero el caso es que Borges admiraba a los judíos. Los admiraba porque a lo largo la Segunda Guerra Mundial el Borges simbólico había identificado a los nazis con la brutalidad absoluta, con la maldad infernal, y a los judíos, opuestamente, con el intelecto y con la espiritualidad . Los judíos para Borges son los creadores de la cultura, son los malditos, los sacrificados, son los que tienen al Libro como patria portátil, pero también son los que admirando a Dios lo desafían, los que tienen el coraje y la dialéctica moral para, sabiendo que el nombre de Dios no está dado a los mortales, no cejar de buscarlo. Así, encontramos judíos por los que Borges profesa veneración, como Kafka, Cansinos-Asséns o Spinoza. Entre los personajes de sus relatos nos topamos con el dramaturgo checo-judío Jaromir Hladík, de El milagro secreto, el poeta judío alemán David Jerusalem, de Deutsches Requiem, la agraviada y justiciera Emma Zunz, del relato que lleva su nombre, o el doctor Marcelo Yarmolinsky, especialista talmúdico asesinado en La muerte y la brújula. Este último relato, por su parte, es en esencia una historia detectivesca, heredera de los cuentos analíticos de Edgar Allan Poe, y su protagonista, Erik Lönnrot, es un vástago de C. Auguste Dupin; pero al mismo tiempo es un "cuento judío", no sólo por los nombres judíos, sino también por su exactitud, por su cálculo intelectual, por su método cabalístico. Y esto nos lleva al segundo elemento de atracción de Borges, además de su nostalgia en general por todo lo judío, hacia las Sagradas Escrituras: el mecanismo de precisión que representa la Cábala.


La concepción de la Escritura como un libro absoluto que es interrogado hasta el absurdo por la Cábala, la reproduce Borges casi literalmente en decenas de lugares. Quizás el primero de ellos y donde más distendidamente lo hace es en Una vindicación de la Cábala (OC I, 209-212), incluida en Discusión (1932); luego repetirá este pensamiento en La Cábala (OC III, 267-275), en la conferencia "El libro" (OC IV, 165-171), recogida en Borges oral, en poemas y relatos. El razonamiento no es descabellado: si la Escritura es fruto de la mano del Espíritu Santo, cuya inteligencia divina contempla de una sola vez todos los acontecimientos del mundo, posibles e imposibles, esta obra habría de ser necesariamente, como asumieron los cabalistas, un texto absoluto donde la contingencia del azar sería cero. Ni una sola de las letras sería prescindible, y el número de sentidos del texto, según reza la insistente cita que hace Borges de Escoto Erígena -Una vindicación de la Cábala (OC I, 211), La Divina Comedia (OC III, 208)-, sería tan infinito como el tornasoleado plumaje del pavo real. Por tanto, el abordaje a la Escritura desde todos los ángulos -la lectura vertical; la lectura de izquierda a derecha en un renglón, de derecha a izquierda en el otro; la sustitución de unas letras del alfabeto por otras; la suma del valor numérico de las letras- estaría justificado. ¿Debemos inferir de todo lo dicho que Borges creía realmente en la divinidad de la Biblia? No; considera la Biblia como "la mejor literatura hecha por distintos hombres en distintas épocas", al igual que a la teología y a la metafísica las consideró la mejor literatura fantástica, y la utiliza como una herramienta más. Y el método y los fundamentos de la Cábala lo dejan especialmente fascinado. ¿Será porque las premisas cabalísticas recuerdan demasiado las pretensiones de la creación borgesiana, donde las palabras parecen estar perfectamente calculadas, las concisas oraciones se antojan imprescindibles, y -una vez más- cada idea juega un papel ambiguamente descifrable en el conjunto superior que la engloba?



Por unos u otros motivos -Cábala, tradición, esoterismo o judaísmo-, Borges acaba abismándose en el Antiguo y Nuevo Testamento. La cita de pasajes bíblicos es un uso frecuente que podemos encontrar en sus textos , pero lo realmente significativo, lo que de verdad alterará su obra, es el empleo de la simbología bíblica y la secularización de algunos problemas, a los que acaba convirtiendo en paradigmas fundamentales de su imaginería.



Los misterios teológicos que más asiduamente seducen la literatura borgesiana son, entre muchos otros: la naturaleza de la inteligencia divina, la Trinidad, la filosofía del Libro de Job, el problema del mal, el Cielo y el Infierno, la crucifixión de Cristo y su relación con la figura de Judas, y la oposición entre Caín y Abel. Señalaré sumariamente su actitud ante ellos:
 La inteligencia divina. Nos apunta Borges que generaciones de teólogos han ido trabajando y perfeccionando la mente de Dios durante siglos, a su imagen y semejanza (OC I, 361); entiende que la inteligencia divina de los teólogos debe intuir la figura trazada por el conjunto de cada uno de los pasos de un hombre, desde su nacimiento hasta su muerte, tan inmediatamente como los hombres intuyen un triángulo (OC II, 100); entiende también que debemos desconfiar de la inteligencia de un Dios que mantenga cielos e infiernos (OC II, 76).


La Trinidad. En Una vindicación de la Cábala dice Borges: "Imposible definir el Espíritu y silenciar la horrenda sociedad trina y una de la que forma parte [...]. Imaginada de un golpe, su concepción de un padre, un hijo y un espectro, articulados en un solo organismo, parece un caso de teratología intelectual, una deformación que solo el horror de una pesadilla pudo parir [...]. Para los socinianos -temo que con suficiente razón- no era más que una locución personificada, una metáfora de las operaciones divinas, trabajada luego hasta el vértigo" (OC I, 209 y ss.). Unos años más tarde, en la Historia de la eternidad, transcribe letra a letra la misma idea (OC I, 359).



El Libro de Job. En El primer Wells se refiere al Libro de Job como a "esa gran imitación hebrea del diálogo platónico" (OC II, 76). Esto no evita que sea para Borges un libro esencial de la humanidad, la obra mayor de todas las literaturas, una obra que concibe a Dios como indescifrable y que trata espléndidamente el problema del mal. A Borges le gusta recordar cómo Job condena a Dios mientras que sus amigos lo defienden, y cómo Dios, cuando habla al fin desde el torbellino, rechaza por igual a quienes lo han justificado y a quienes lo han acusado (OC III, 216); Dios está más allá de todo juicio humano, no lo precisa, está más allá del bien y del mal. Como veremos más adelante, esta concepción de un Dios amoral coincide con las sentencias de Spinoza.



El problema del mal. Cómo hay mal en un mundo creado por un Dios todo bondadoso, que todo lo sabe y todo lo puede, es un dilema que perturba la mente de Borges. Lo resuelve mediante Job, mediante Escoto Erígena y mediante Spinoza; pero también lo resuelve mediante los gnósticos -Una vindicación del falso Basílides (OC I, 213-216), La Cábala (OC III, 267-275)-. Las doctrinas gnósticas no representarían para Borges, con toda seguridad, la solución más creíble al problema del mal, pero sí la estéticamente más poderosa. Reproduciré su argumento: postulan un Dios indeterminado (Pleroma) del que emana otro Dios, y de esta emanación otra, y de esta, otra, y cada una de ellas constituye un cielo; la última emanación, la número trescientos setenta y cinco, cuya divinidad tiende a cero, constituye el Dios que se llama Jehová, y éste crea el mundo. Nuestro universo admite el mal -el mal para Borges no es una simple ausencia de bien, el dolor es tan vívido o más que cualquier otra sensación- porque ha sido creado por un Dios deficiente, emanación lejana del verdadero Dios.
 El Cielo y el Infierno. La inclinación de Borges por cielos e infiernos es de sobra conocida -"Sea el Infierno un dato de la religión natural o solamente de la religión revelada, lo cierto es que ningún otro asunto de la teología es para mí de igual fascinación y poder" (OC I, 236)-; sus peregrinaciones lectoras por los infiernos literarios son pródigas: Dante, Quevedo, Torres Villarroel, Baudelaire, Gibbon, Milton, André Gide, Swedenborg, Weatherhead, Butler y Shaw. En La duración del Infierno conjetura que, más allá de la oscuridad y el fuego, el atributo de eternidad es el horroroso, ¿debemos suponer el mismo horror en un Cielo eterno? Hay unas líneas de Borges, las que concluyen la nota al libro de Weatherhead, After Death, que creo que son esclarecedoras respecto a su postura ante cielos e infiernos: "No sé que opinará el lector de tales conjeturas semiteosóficas. Los católicos (léase católicos argentinos) creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario; me interesa y no creo" (OC I, 281).



La crucifixión de Cristo y la figura de Judas. La divinidad de Cristo ya se ve afectada por la crítica que hace Borges a la Trinidad, por cuanto a este le toca de Hijo; pero Borges no se detiene aquí, y lleva a sus últimas consecuencias las contradicciones de un sacrificio protagonizado por un Dios omnisciente. Esta argumentación la desarrolla en Biathanatos (OC II 78-80), de la mano del poeta John Donne -autor de un tratado del mismo nombre-: "Antes que Adán fuera formado del polvo de la tierra, antes que el firmamento separara las aguas de las aguas, el Padre ya sabía que el Hijo había de morir en la cruz y, para el teatro de esa muerte futura, creó la tierra y los cielos. Cristo murió de muerte voluntaria [...]. Quizás el hierro fue creado para lo clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida". En otros lugares, Borges trata el sacrificio de otro modo. Así en el relato Tres versiones de Judas (OC I, 514-517), donde se mantienen tres tesis sucesivas: la traición de Judas no pudo ser casual, tuvo que ser un hecho prefijado para la economía de la redención; Judas, para mayor gloria de Dios, en vez de mortificar su carne eligió humillar su espíritu, y con ese fin se hizo traidor de su redentor a los ojos de todo el mundo; por último, Dios se hizo hombre, pero hombre hasta la infamia, para salvarnos pudo elegir ser Alejandro, Pitágoras o Jesús, pero no escogió ser ninguno de ellos, escogió ser Judas: "en el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció" (San Juan 1, 10). En el poema Cristo en la cruz (OC III, 453), Borges perfila un poco más su propia versión de la crucifixión de Cristo: Jesús de Nazaret no estaba clavado en la cruz del centro, era el tercero, uno cualquiera; la befa de la plebe no le alcanzaba, porque esta ya había visto su agonía miles de veces, la suya o la de otro cualquiera, al cabo eso da lo mismo; Cristo desde la cruz sabía que no era un dios, que era un hombre que moría, y no le importaba; el poema acaba: "¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?". En Fragmentos de un Evangelio apócrifo (OC II, 389-390) dice: "Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria".



Caín y Abel. Lo que le interesa a Borges de la historia bíblica de Caín y Abel es el valor de su símbolo: la interminable y tantas veces mortal confrontación entre las personas. Pero Borges cambia la narración canónica; esta modificación queda resumida en el poema Génesis, 4, 8 (OC II, 468): "Fue el primer desierto/ Dos brazos arrojaron una gran piedra/ No hubo un grito. Hubo sangre/ Hubo por primera vez la muerte/ Ya no recuerdo si fui Abel o Caín"; los dos hermanos son para Borges dos polos de una misma unidad, sus nombres son sinónimos. La idea aparece también en su glosa Leyenda (OC II, 391), donde añade que perdonar es olvidar y que la culpa solo permanece mientras dura el recuerdo. Las figuras de Caín y Abel se repiten en muchos otros parajes, como en la Milonga de dos hermanos (OC II, 333-334) o el poema In memoriam de J.F.K. (OC II, 231), y las recuerdan las tramas de los relatos El fin (OC I, 518-520) y El Sur (OC I, 524-529); pero sobre todo se hace imprescindible evocar aquí el desenlace de Los teólogos (OC I, 550-556), cuyos dos principales personajes enemistados entre sí descubren tras la muerte que "en el paraíso formaban una sola persona". Con esto nos deslizamos, sin apenas haberlo deseado, desde el anciano mito de Caín y Abel hasta la mayor de las obsesiones borgesianas: la confusión de las identidades y la relatividad de todas las cosas. Transcribiré algunas frases memorables: "La historia universal es la de un solo hombre" (OC I, 395); "Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen" (OC II, 389); "¿Habrá en la tierra algo sagrado o algo que no lo sea?" (OC III, 21); "Acaso ser es ser todo" (OC II, 131). Esta noción es relevante porque de nuevo, desde otros caminos, arribamos a un panteísmo ya varias veces sugerido.





4. Hume en Borges: un agnosticismo impreciso




La forma en que concibe Borges algunos de los elementos cardinales del dogma judeocristiano, basta para que cualquiera se pueda hacer una idea de cuáles eran las proclividades de su credo personal. Pero nos gustaría aventurar ya alguna asunción de base, alguna orientación que pueda ser considerada vertebral. Este apartado constituye un primer intento en ese sentido, aunque quizá sus resultados no sean tan concluyentes como en un principio pudiera esperarse.


Como ya aludimos, Jaime Rest sitúa a Borges en la corriente nominalista de la filosofía analítica anglosajona. Obviamente, no es el único que encuentra afinidades. La influencia de Ockam, Wilkins, Berkeley, Hume, e incluso Russell, se manifiesta explícitamente por doquier en la obra borgesiana. La navaja de Ockam se dejó caer en sus versos: "en el nombre de la rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo". Los elementos de no pocos de los cuentos de Borges, de igual manera que las ideas de Berkeley, responden al esse est percipi (ser es ser percibido). Pero sobre todo, es posible que fuera impelido por los argumentos del escocés David Hume como Borges se adentró en su agnosticismo epistemológico más acentuado.



En el relato La busca de Averroes (OC I, 582-588), Borges parece trasladar de forma expresa la temática de los Diálogos sobre la religión natural a un contexto histórico diferente, para exponer de este modo sus propias similitudes con el pensamiento humenano. Los principales personajes de los Diálogos son: Philo, protagonista y figura más polémica de la obra, con el que se identifica Hume y en boca del cual cuestiona la prueba teleológica de la existencia de Dios; Cleanthes, defensor de la justificación racional de Dios; y Demea, que representa la ciega aceptación ortodoxa del dogma religioso. Estos personajes no repelen la correspondencia con los tres de La busca de Averroes: el propio filósofo Averroes, el viajante Abulcásim y el alcoranista Fachar, respectivamente. Los personajes más escépticos, Philo-Averroes, son los que triunfan, aunque lo hacen de forma ambigua y confusa, sin caer nunca en el error de una victoria dogmática (que al mismo tiempo tendría como efecto indeseado el desvelamiento de las inconfesadas convicciones de los autores, Hume-Borges). Lo que la historia de Borges resuelve, como la de Hume, es el carácter arbitrario y conjetural que acompaña a toda clasificación humana del universo.



Hay otros textos, como El idioma analítico de John Wilkins (OC II, 84-87), donde Borges incurre en los mismos testimonios: "La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios". En el magnífico relato de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (OC I, 431-443) el desconcierto epistemológico se apodera de toda la escena, gobernada en gran medida por las reglas que en el Tratado de la Naturaleza Humana impone Hume al conocimiento, y Borges concluye que "un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos".



Tanto en Borges como en Hume, son meramente el hábito o el instinto los que nos hacen creer en la existencia externa de las cosas; y a pesar de todo este conocimiento no deja de ser más que eso, una creencia.



La defensa individual, personal, de unos u otros principios de conocimiento es indiferente al universo o a Dios, como en Los teólogos, como en el Libro de Job. De nuevo, todos o ninguno tenemos razón; de nuevo, según dicta el décimo octavo mandamiento del Evangelio apócrifo, los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.



Conforme a todo lo precedente, podemos concluir que no hay conocimiento seguro en Borges; ergo: nuestro autor ha de ser necesariamente agnóstico, o más aún, escéptico. Este podría ser nuestro dictamen, y sin embargo, ni siquiera en esto nos concede el argentino un respiro, un hálito de certeza: en cuanto ahondamos un poco más en nuestro escrutinio, contemplamos cómo emergen, dispersos por toda su producción, enunciados en los que reconocemos cierta fe del autor, cierta confianza soslayada en algunos postulados de conocimiento.

 


5. Erígena, Spinoza y Borges: el panteísmo inevitable


El escepticismo y el agnosticismo niegan la posibilidad de conocimiento; sin embargo, las obras de Borges reverberan panteísmo por cada una de sus hendiduras. ¿Es esto contradictorio? En principio sí, pero el escéptico siempre podría contestar: "Sí, me contradigo. ¿Y qué?". Las obra de Borges se puede permitir doblemente las contradicciones: es escéptica y estéticamente oportunista.


Cuando tratamos más arriba el problema del mal, recompusimos las teorías de los gnósticos y del heresiarca Basílides (trescientos setenta y cinco cielos con dioses en descendiente decadencia); de ellas provienen las conexiones de Borges con una cosmogonía emanantista, frente a las teorías que reclaman la Creación. También nos salió al paso la concepción de un Dios indescifrable al hablar del Libro de Job; un Dios fuera del alcance humano, lejos de sus limitadas posibilidades cognoscitivas, y al mismo tiempo indiferente ante nuestro nimios actos, un Dios amoral (lo que sea el bien y el mal para Dios es algo totalmente vedado al hombre, Borges -con Hume otra vez- apela por una desantropologización de Dios). Cuando mencionamos a Juan Escoto Erígena, con intención de vindicar la Cábala, estábamos de nuevo poniendo en evidencia el influjo del panteísmo en Borges: Erígena predica un Dios indeterminable, que no percibe el pecado ni las formas del mal, que no sabe quién es ni qué es, porque no es un quién ni un qué; también predica la reversión final de las criaturas (incluso la del tiempo y la del demonio) a la unidad primera de Dios. Con todo, el más poderoso impulso que el pensamiento de Borges experimentó a favor del panteísmo, tuvo su origen en Spinoza.



Borges reconocía identificarse con el filósofo holandés Baruch Spinoza, al que admiraba singularmente. Estuvo de hecho a punto de escribir un libro sobre él, "y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme". En otro lugar dijo: "Me he pasado la vida explorando a Spinoza". Fruto de este deslumbramiento quedaron dos sonetos -Spinoza (OC II, 308) y Baruch Spinoza (OC III, 151)- y el enérgico rastro de que todo es Dios repartido por toda su producción.



De este rastro abundan las pruebas. El poema Juan, I, 14 (OC II, 355-356) comienza: "No será menos enigma esta hoja/ que la de Mis libros sagrados/ ni aquellas otras que repiten/ las bocas ignorantes,/ creyéndolas de un hombre, no espejos/ oscuros del Espíritu": tan sagrada es la palabra del más sabio como la palabra del más necio, una flor, la luna o un tigre. Todo es parte del Todo.



Alguna vez Borges parafrasea a De Quincey: "hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenguajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su sintaxis, y así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos de las mayores", en este caso la cita la hace en El espejo de los enigmas (OC II, 98-100), texto que dedica a explicar el pensamiento de Léon Bloy y de paso a facilitarnos una ventana para mirar su universo: en él "todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador". Visto así el mundo, el conocimiento exhaustivo de la más pequeña de las partículas bastaría para reconstruirlo por entero, reescribir el pasado y prever todo lo que está por venir.


En otro lugar dice: "Soy una parte del universo, tan inevitable y necesaria como las otras. Soy lo que Dios quiere que sea, soy lo que me han hecho las leyes universales. Ser es ser todo".


La equivalencia entre las identidades de todas las personas (y acaso de todas las cosas) es algo que, ya lo hemos dicho, obsesionaba a Borges hasta tal punto que se hace imposible citar todos los cuentos, poemas o ensayos en los que accede -desde innumerables frentes- a la misma idea. En la conferencia La inmortalidad (OC IV, 172-179) Borges aboga además, y creo que esto es otro indicio aún más claro de panteísmo, por una inmortalidad impersonal. La justificación de esta inmortalidad impersonal la asienta sobre el inveterado problema del yo -nuevamente Hume-. Si el yo no es más que un momento presente, ese yo lo comparte de una forma u otra toda la humanidad (por ejemplo, como prescribe alguna doctrina oriental, durante el acto del coito todos las personas son una y la misma); si hay inmortalidad, esa inmortalidad no tiene por qué ser personal, puede prescindir de los accidentes del nombre y los apellidos, puede prescindir de la memoria. Unas palabras fatigadas, susurrantes, octogenarias, cierran el discurso: "Para concluir, diré que creo en la inmortalidad: no en la inmortalidad personal, pero sí en la cósmica".



Creo que todas las observaciones de este último epígrafe son indicios de que Borges creía. Creía en algo, algo confuso, embrollado, borroso. Tras su líneas, tras su literatura que lo alcanzaba todo, se agazapaba un sistema -¡tanto que él repudiaba los sistemas!-, un sistema que, precisamente por su potencia abrasiva, adopta inevitablemente, por encima incluso de cualquier incursión en el agnosticismo, un denotado cariz panteísta.



Después de tantos pensamientos dedicados al universo y a la muerte, Jorge Luis Borges falleció el 14 de junio de 1986. Quizás ahora por fin, desde su tumba en Ginebra, bajo la fría lápida de piedra áspera y blanca, sepa todo lo que al hombre le ha sido negado saber. O quizá, más posiblemente, no lo sepa.

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